Otras miradas

Un Oriente en Occidente (a propósito de Jayda Fransen)

Javier López Astilleros

Analista político

Javier López Astilleros
Analista político

En los primeros tiempos de las invasiones europeas de Oriente Próximo, se proyectó una imagen que interesaba al señorito colonizador, tal y como escribió Juan Goytisolo en De la ceca a la Meca. El cine y la literatura mostraron un ser oriental recreado a su medida, un individuo infantil, apolítico, sometido a un fatalismo inevitable, y sumiso al destino hasta la caricatura.

En muchos casos se reproducía una sensualidad deformadora de los árabes, musulmanes, púnicos o asiáticos, con toda su parafernalia de sobra conocida. Esta visión fue muy intensa en plena transformación de la Europa Occidental, desde mediados del siglo XIX. Tiene unos orígenes claros y precisos,  asociados al liberalismo social y económico. Incluso los cronistas de la Edad Media parecían conocer mejor a sus adversarios, lo que nos da una idea de este proceso de deformación que aún no se ha cerrado. Estamos ante un choque brutal. Pretender cambiar una propaganda tan cuidadosamente labrada a lo largo de los siglos no es cosa de un día.

Hoy, lejos de mejorar nuestra percepción sobre los otros, el veneno troglodita se extiende por los medios. Fíjense en Jayda Fransen, autoproclamada "soldado de Cristo", lidercita de British First. Entre las muchas lindezas sostenidas por ella, tenemos la de que "los musulmanes no se pueden contener sexualmente". Es evidente que es una expresión ridícula, pero transmite una sensación que no pocos pueden verbalizar con libertad. En realidad, dar forma a las sensaciones es fundamental para despertar un tsunami de odio.

Antes, como ahora, es preciso mostrar una imagen de un salvaje que sufre de incontinencia sexual, que es violento, malhablado y arrogante. Individuos que abusan de la debilidad ajena, y que cuando salen a la vía pública, se comportan como si estuvieran en un circo que es de su propiedad.

Pocos se han atrevido a humanizar al adversario. Viene a mi memoria la  magistral obra de La Batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo. En  la película, mujeres veladas de la resistencia argelina, se vestían a la europea, y se maquillaban ojos y labios frente a un espejo, con el objetivo de pasar desapercibidas en la zona francesa de Argel. Y provocaba cierto asombro, especialmente tras aparecer cubiertas de los pies a la cabeza, como si fueran sombras sin personalidad alguna. Esas mujeres reversibles generan dudas en un mundo de certezas absolutas, como es el de la guerra, aunque sea virtual.

Son innumerables los clichés que se reproducen en el cine o series de tv. Y han causado un gran daño, tanto como las peores guerras de Irak. En realidad, son reproducciones simétricamente dañinas.

Humanizar y deshumanizar al adversario se produce como un fenómeno acelerado de ósmosis. Un día te puedes acostar como un ciudadano modélico y respetuoso, y pasado mañana te levantas como un xenófobo, tras una serie de preceptivos telediarios.

La visión de los otros-asiáticos, musulmanes, árabes- se percibe con auténtico desinterés entre nosotros. Manifestar esos tabúes es como zarandear a individuos moribundos en un proceso febril. Y se da en las dos direcciones, por qué no decirlo, en las dos orillas del Mediterráneo.

Existe auto censura en sociedades de mayoría de musulmanes, consecuencia de un pudor impostado, lo que no facilita la exposición de problemas universales que nos afectan a todos.

Si ellos-los mauros- no se encargan de proyectar una imagen aproximada de su situación, alguien lo tendrá que hacer, aunque sea con una intención puramente utilitaria, cuando no maliciosa.

Proyectar sobre los otros nuestras propias deficiencias es una vieja práctica, pero hay realidades objetivas, incluso subjetivas, que son imposibles de obviar. Toda visión es susceptible de contener algún prejuicio.

La llegada de los espejos, bien en forma de tv e internet, puede reproducir un orientalismo al revés. Tanto ver tu imagen representada por los otros, que al final la asumes como propia.

Lo oriental o lo occidental ya no es una posición geográfica asociada a una serie de ideologías un tanto imprecisas, aunque imbuidas de un sentimiento común de pertenencia social.

Podríamos hablar de esa caricatura ideológica de países muy modernos, antaño administrados por la Corona Británica. El orientalismo aparece en las decapitaciones o indultos por parte de poderes opacos. En la obligación de vestir unas determinadas prendas. La figura del padre jefe de clan que todo lo controla. Las clientelas familiares a la sombra de economías rentistas.

Orientalistas son las rutas turísticas por oasis y palmerales, donde monos y caballos adiestrados se pelean por comer de nuestra mano. Hay quien arguye que mantener la diferencia es necesario para nuestra supervivencia. Desconozco si estas son las diferencias que hay que preservar.

En ese sentido, podemos decir que la radicalidad de la diferencia es la clave para disfrutar de la originalidad de la expresión cultural. Pero en la representación teatral de la actualidad, donde aparecen todo tipo de promesas de redención sobre pueblos, razas, o colectividades, el tramoyista liberal tiene que aparecer en el propio escenario. Por otro lado, las diferencias entre sociedades son necesarias para la estratificación económica y social.

La asunción del como nos proyectan, también tiene un sentido en las escala de jerarquías de los poderes nacionales. Fíjense en las fronteras de México, Ceuta o Melilla, o en el Mediterráneo italiano. Lo más curioso es que estas profilaxis raciales, religiosas, y económicas, ya han sido derrumbadas en abstracto, aunque físicamente siguen así. Nos iguala el deseo de consumo, pero no hay visado para todos.

Escribió Kipling que "el Oriente es el Oriente, el Occidente es el Occidente, y ambos nunca se encontrarán".  Tal vez el poeta inglés se refería a que ambas realidades ya nunca serán autónomas, ni tan siquiera diferentes. En realidad, hay un Occidente en Oriente, y un Oriente en Occidente, y ambos están tan tristes, como felices de alumbrarse.

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