Otras miradas

Turquía: Un paso más hacia el precipicio

Javier López Astilleros

Analista político

Imaginemos unas elecciones donde el candidato presidencial domina la totalidad de los medios de comunicación. Un espacio que se dice democrático, aunque se vulneren los derechos de cientos de miles de funcionarios públicos, acusados de prestar cobertura a un supuesto golpe de estado. Las redacciones se convierten en cárceles, y las prisiones en lugares del terror y abuso. Las empresas públicas, un nido de prebendas.

Negar la habilidad del Sultán para seducir a las masas afines a los Hermanos Musulmanes-tanto en el Norte de África como en Europa- sería ocultar la evidencia de su habilidad incluso para aliarse con la extrema derecha turca. Es un político hábil, inteligente, un manipulador sobresaliente en un medio hostil-Rusia, Irán, Siria. Capaz de juguetear con la OTAN-casi siempre con fines de política interna- a pesar de ser un miembro más que destacado. Y no solo eso: lidera la oposición al Estado de Israel entre la masa musulmana-en permanente agravio- aunque el comercio con el Estado judío no pare de crecer.

Dicen que los turcos han votado con el corazón. Puede ser que sea lo último que les quede. La Turquía moderna son los restos del califato. Pero su jefe juega la baza de los Hermanos Musulmanes, quiénes suspiran por una entidad global transnacional que restaure un poder suní, desde las fronteras de Irán-y aún más allá- hasta las costas Atlánticas.

Son muchos los simpatizantes de Erdogan que a la vez son seguidores de la Hermandad Musulmana. La formación de Estados clientelares monstruosos, al servicio de una élite que se ha transmitido el poder desde los años cincuenta del siglo pasado, ha señalado el camino de la Santa Hermandad.

La victoria del Rais profundiza en el auto engaño de los que parecen votar con el corazón, aunque en realidad se trata de unas elecciones donde el presidente ha manejado todos los recursos a su antojo.

Señalar el camino de la democracia como el único posible para el Mediterráneo Oriental  puede ser una arrogancia, porque no se puede aspirar a la justicia sin decencia de sus administradores públicos.

Pero la responsabilidad es compartida entre los palmeros de Europa-los que blanquean una auténtica tiranía- y los que ceden al engaño y la complacencia de la masa. La victoria de Erdogan es la constatación de que se puede esperar poco de estas sociedades-piensa en privado- el juicioso ciudadano europeo o americano. Tanto como decir que la violencia es intrínseca al Islam, como se atrevió a proclamar Benedicto XVI.

Por lo tanto todos contentos. Unos porque reafirman la incapacidad de Turquía-sede del extinto califato-para generar auténtica riqueza y derechos laborales- donde se respeten la libertad de pensamiento y de prensa. Y los otros porque constata toda una ristra de tópicos y prejuicios.

Hay víctimas que se acostumbran al maltrato, y otras que no tienen más remedio que morir. Como aquellos cientos de trabajadores aplastados tras el desastre minero del 2014. "Cosas del destino", dijo el neosultán. Muchos asintieron a la hora del té, justo antes de realizar la plegaria.

El destino, tras estas elecciones, le ha dado un poder total y absoluto, bendecido por las urnas.

Los complacientes, desde Rabat hasta Aman, se mesarán las barbas, y se felicitarán de la proeza del neocalifa, mientras se sigue torturando en cárceles, asesinando en silencio, y despreciando la vida de millones de trabajadores.

Europa está en lo cierto: el enfermo es además inmoral. El sultán ya podrá elegir directamente a ministros, presidentes, ¡jueces! y funcionarios públicos. Y no pasará nada, pues tenemos tan asumida la incapacidad de los musulmanes para desarrollar verdaderas libertades, que nos parecerá hasta bien. Estos días leemos que el caudillo de la Hermandad ha vencido. Y casi todos contentos: los que sorben el té, y los que miramos al otro lado del Mediterráneo como un mal inevitable. Pero... ¡no es el destino!

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