Otras miradas

El fenómeno Teruel Existe

Mario Martínez Zauner

Antropólogo e historiador

Manifestantes portando carteles de Teruel Existe durante la manifestación de la España vaciada el 31 de marzo. EFE
Manifestantes portando carteles de Teruel Existe durante la manifestación de la España vaciada el 31 de marzo. EFE

Entre el fragor de los grandes pactos y abrazos, de las declaraciones grandilocuentes sobre el destino de la patria y sus múltiples enemigos, ha emergido una pequeña fuerza política para representar a una de las tres provincias aragonesas con un enunciado que resuena filosófico pero resulta muy tangible, concreto y real: Teruel Existe.

Al igual que otras provincias como Cáceres, Cuenca, Soria o Zamora, Teruel mira hacia el Estado central para exigir soluciones que no remiten a su identidad cultural ni al tamaño de su bandera, sino a la más pura existencia material de sus poblaciones, de sus recursos y comunicaciones.  No es una voz cargada de grandes ínfulas ni notables aspiraciones, sino un grito de auxilio, de supervivencia. Cuando la política abandona a la vida a su suerte, esta se expresa de maneras inesperadas, aprovechando los resquicios del poder para señalar sus carencias.

Las paradojas de la ley electoral permiten fenómenos como que a Teruel Existe su escaño le haya costado menos de 20.000 votos, mientras que por ejemplo MásPaís necesitara para cada uno de los suyos más de 150.000 papeletas. Puede considerarse un efecto asimétrico absurdo, pero tiene su sentido democrático en cuanto que permite la irrupción de lo pequeño en política, más necesitada de lo que parece de curas de humildad. Por otra parte, si en aquel caso la matemática jugó a favor de lo regional, no fue tan así en la cuestión de la financiación autonómica, donde el abandono del Fondo de Compensación Interterritorial con el gobierno de Rajoy supuso una traba más a un reparto basado en el equilibrio territorial y el desarrollo acompasado del país. Problemas como la despoblación, el desempleo o el abandono del patrimonio cultural de varias de sus regiones justifican la llamada a un pacto estatal que impida una España a dos o incluso tres velocidades.

El reclamo de existencia parece entonces legítimo, a pesar de que políticos como Javier Lambán, presidente socialista de la Xunta de Aragón, señalara su redundancia al indicar que Teruel existe como existen "los elefantes, las serpientes, los perros y las personas",  mientras presentaba el proyecto de energías renovables Forestalia para dar un impulso a la actividad de la región. O a pesar de que algunos periodistas afirmaran con desdén que "no podemos depender de un señor de Teruel", olvidando que ese señor de Teruel depende también de todos nosotros. No solo hay un fuerte componente etnicista en estas declaraciones, sino también un importante desprecio de clase. Y con ello se está más lejos de solucionar el problema que de arreglarlo, dado que se sigue subsumiendo cada territorio particular a una idea abstracta de España.

Esa idea en la que tanto empeño puso Albert Rivera, cuya política efectista se fue vaciando hasta convertirse en una especie de holograma, aquel con el que se presentó en la campaña de abril desde un pueblo de Segovia. Un holograma patriota que sirve como metáfora del delirio colectivo nacional, tan sumido en su fantasía que se torna incapaz de atender a los problemas concretos de sus habitantes. Quizá por ello estos buscan otras formas expresivas, poéticas y literarias, como las que ofrece la España vaciada en las obras de Julio Llamazares (La lluvia amarilla), Sergio del Molino (La España vacía. Viaje por un país que nunca fue) o María Sánchez (Cuaderno de Campo). Es el eterno retorno de la diferencia y el devenir menor de una otra España, ajena a los grandes conflictos nacionalistas, pero con un afán y un derecho de existencia igualmente legítimo.

Y sucede ahora que la expresión se ha dado en forma política, con una serie de demandas que parecen sencillas y razonables: un mecanismo estable de financiación, una mínima infraestructura de transporte y telecomunicaciones y una política de transición justa para la reconversión industrial de la región. Y aunque cabría objetar que ese tipo de programa aparece ya, de forma más o menos explícita, en distintas formaciones de ámbito estatal, la lógica implícita apunta a una ruptura con el modelo de Estado-nación y su énfasis patriota, para abrir una consideración más cercana y concreta de la política. Desde ese punto de vista, podría pensarse que Cataluña no es tanto una nación, como una región de España, que a su vez tampoco sería una nación, sino una región de Europa. Una lógica de escalas territoriales de este tipo permite atender a lo local sin obviar lo global, así como mantiene vivo un espíritu comunitario en el que la integración no va reñida con la diversidad.

De esta forma, el triunfo de lo pequeño sirve para recordar también aquello que nos hace más grandes, y permite también un momentáneo respiro del agotador énfasis y la eterna disputa entre nacionalistas de uno y otro lado.

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