Otras miradas

Cumbre del clima: tienen ustedes lo que se merecen

Daniel Bernabé

Demasiado bien lo estamos llevando, me digo a mí mismo mientras escucho a Martínez-Almeida, alcalde por descarte, presumir de haber defendido Madrid Central, cuando precisamente una de las señas de su campaña electoral y primeros meses de Gobierno ha sido el de revertirlo a toda costa. Luego le veo junto a Villacís, la extraña pareja, posando delante de un letrero confeccionado con arbustos que reza Green Capital, título del que se ha apropiado indebidamente ante la estupefacción del organismo europeo que lo otorga: nadie ha entendido que se trata del diezmo que Almeida le debe a los ultras de Vox, partido verde, aunque no exactamente ecologista. Por último contemplo al alcalde junto al presidente de Iberdrola, vistiendo ambos el chándal oficial de la cumbre climática, tan lleno de letreros que parece uno de esos de táctel que los talleres de barrio regalaban a los clientes a principios de los noventa.

En lo que respecta a los líderes derechistas municipales estos días van a ser un despropósito, más aún si cabe tras esa cuenta atrás más propia de El Astronauta, la película de Tony Leblanc, que del espectáculo pagano-luminoso en que se han convertido las navidades. Pero no solo. No ha habido forma de no escuchar en los informativos las expresiones "lanzar un mensaje" y "concienciar" unas 58 veces en media hora. Todo tipo de actos, performances y demás ocurrencias para ilustrar al respetable que aunque lleva 30 años reciclando, poniendo menos el aire acondicionado, haciendo lo que puede, no ha sido suficientemente culpabilizado y necesita, debe ser, unos días especiales previos al nacimiento del señor para sentirse un asesino climático por comer langostinos en nochebuena. Recurriríamos a las peladillas, pero tal y como está el percal lo mismo son patriarcales o algo.

Y ahora dejemos la tragicomedia a un lado: la cosa parece estar realmente jodida. No hace falta ser un experto para entender las gráficas de aumento de la temperatura en estos últimos años o ver las imágenes satelitales del deshielo ártico y sentir gran preocupación. Si además escuchamos a esos mismos expertos, los cuales hablarán en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, esa preocupación gana en profundidad al ver que las amenazas derivadas de este fenómeno ya no son futuras ni hipotéticas, sino presentes y demostradas. El debate, a nivel político y empresarial, ya no es si el cambio climático es una realidad, sino cómo adaptar nuestras sociedades y sistemas productivos para que esto no acabe como una película distópica de bajo presupuesto de los ochenta. Quizá la bola luminosa de Almeida, situada en la intersección de Alcalá con Gran Vía, sea otro homenaje, en esta ocasión a la cúpula del trueno de Mad Max y tampoco hayamos reparado en el uso de la metáfora por parte de este visionario.

¿Por qué entonces existe este ambiente de escepticismo, si no generalizado sí notable, con respecto a la COP25, la conferencia de partes de la ONU, máximo órgano decisorio en este tema? Pues por diferentes cuestiones que abordaremos en los párrafos que siguen.

En primer lugar resulta llamativo que ya haya pasado a un segundo plano que esta conferencia tenía como lugar de celebración Chile, tal y como aún a día de hoy se explica en la zona de prensa de la web oficial, y casi nadie, salvo excepciones como Unai Sordo, secretario general de CCOO, se haya dignado a destacar el cambio de emplazamiento. Que el encuentro haya sufrido un desplazamiento continental tiene que ver con las protestas ciudadanas, reprimidas salvajemente por el Gobierno del país andino, provocadas una vez más por los recortes neoliberales a los servicios públicos. Resulta como poco paradójico que un país en el que pensiones, salud, transporte y agua se han puesto en el punto de mira del austericidio y la privatización, pretendiera albergar una reunión para tratar el cambio climático. No se trata de que desde aquí enfrentemos cuestiones de índole social frente a cuestiones de índole ecológica, sino de hacer notar que son precisamente las grandes empresas patrocinadoras, junto a algunos gobiernos derechistas -con la complicidad del activismo más desnortado- los que de facto están ya promocionando esta escala de prioridades para, con la coartada de lo verde, poder seguir profundizando en esta organización sociópata de la economía.

La clave es la siguiente: ya que la transición productiva a un modelo que no nos conduzca a la catástrofe parece irremisible, que la clase trabajadora y las poblaciones empobrecidas de la periferia global paguen la factura de los platos rotos. Exactamente igual que en la crisis del 2008.

Figuras como Greta Thunberg, expresiones como "emergencia climática", tienen como función principal una suerte de adanismo exculpatorio. Cumbres como la actual se llevan realizando los últimos treinta años. En ellas se han tomado acuerdos en base a estudios científicos que si bien podían haber sido más ambiciosos no tienen nada de criticable por sí mismos. El problema es cómo explicar a la población por qué si se sabe lo que hay que hacer se ha hecho tan poco. La respuesta va más allá de la impericia de los líderes políticos, objetivo prioritario de la adolescente sueca tan bien tratada en el FMI, y habría que situarla en que para aplicar los protocolos científicos contra el cambio climático tendríamos que cargar frontalmente contra el caos de producción y consumo neoliberal. Justo lo que el poder económico, patrocinador de la cumbre, no desea.

De hecho, lo más trágico de todo esto, es que el mayor afectado de toda esta ingeniería comunicacional para salvar el capitalismo, no el planeta, sea precisamente el propio ecologismo. De un lado los reaccionarios atacan con todo tipo de chascarrillos las contradicciones evidentes de las figuras del ecologismo neoliberal, simplemente porque los sectores más iluminados del activismo las apoyan sin fisuras. Mientras Iberdrola se proclama como "líder verde" al cerrar sus dos últimas plantas de carbón. Nadie se pregunta qué pasará con los trabajadores ni con las comarcas afectadas. La ciudadanía asiste mientras al espectáculo atónita sin saber muy bien si la sueca es el anticristo o el Niño Jesús, si las multinacionales van a salvar a las ballenas, si los políticos son unos inútiles y si los ecologistas, así como arquetipo, son gente razonable o una banda de dementes que les llaman asesinos por comerse un filete. Menudo panorama.

Que la única respuesta a todo este desbarajuste sea esa etiqueta anglosajona del greenwashing dice mucho y a la vez bastante poco de lo que se ha convertido el progresismo contemporáneo. ¿Qué esperabais? dan ganas de gritar al ver la indignación ante el aprovechamiento de lo "eco, verde y bio" por parte de multinacionales para lavar su imagen sin alterar ninguno de sus procesos productivos. La eco-coartada (sí, greenwashing) no es el problema de fondo, es el síntoma de una ideología vaciada que se adquiere como un bien identitario de consumo. Y no sólo por parte de empresas, sino de organizaciones políticas, grupos activistas e incluso de individuos. Si el feminismo, lo lgtb y lo ecologista sufren estos fenómenos de apropiación, y no existe un redwashing o coartada-laboral, es simplemente porque estas ideologías han derivado de los aspectos más estructurales a los más simbólicos, lo cual no les resta un ápice de necesidad, sino tan sólo nos indica que su evolución en estas últimas décadas les ha aportado gran visibilidad pero les ha hecho perder coherencia y eficacia respecto a sus propios postulados.

La respuesta frente a los que intentamos narrar este proceso no fue la del debate o al menos la curiosidad, sino la etiqueta punitiva y el cierre de filas, unas veces por inexperiencia, otras por histerismo identitario y no pocas por sentir amenazada la carrera profesional dentro del proceloso mundo de los activismos, así en plural, como es del gusto de sus protagonistas.

Que los poderes económicos aprovechen este momento ideológico para sus intereses no es sorprendente. Sí lo es que la izquierda, habiendo tenido la oportunidad de variar sustancialmente la estrategia, al menos repensarla, esté ahora atrapada en un callejón sin salida entre la cruel brillantez del eco-neoliberalismo y la reacción más desatada y peligrosa.

Les avisamos, pero nos llamaron de todo.

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