Otras miradas

Navidad jubilosa

Máximo Pradera

Las tres cosas más deprimentes de la Navidad son (y no necesariamente por este orden) las siguientes:

1) Que se para toda España. A diferencia de lo que ocurre en los países de ética protestante, aquí desde el 20 de diciembre hasta el 7 de enero, el país entero echa la persiana. Y ante cualquier encargo o gestión que necesites hacer en este último tramo del año (por ejemplo, instalar una caldera nueva en casa, para no congelarte de frío), siempre te encuentras con la misma respuesta:

Eso va a tener que ser ya para después de Reyes.

¿Por qué? El 26 es hábil. Y el 27. Y el 2 de enero también, no te jode. No soporto este exceso vacacional.

2) Que te obligan a estar alegre. Pero no es una alegría sana y motivada, sino un estado de ánimo mojigato y meapilas que el nacionalcatolicismo patrio conoce desde los tiempos de Escrivá de Balaguer con los nombres de «jubilo», «alborozo» y «dicha». Es una emoción forzada, inducida por la luminotecnia navideña y los villancicos españoles, a cual más aborrecible. Yo he dejado de comparar artículos de primera necesidad en aquellas tiendas donde me hacían escuchar el Chiquirriquitín queridito del alma. Y la emprendería a pedradas contra cualquier coro callejero que osara entonar delante de mis narices Campana sobre campana. ¿Asómate a la ventana, verás al niño en la cuna? Podría hacer la pregunta del ateo: ¿niño? ¿qué niño? En lugar de eso, haré la del contribuyente: ¿ventana? ¿qué ventana? El pesebre estaba en las putas afueras, en mitad del puto campo. ¿O es que Rocío Monasterio había construido ya enfrente un loft ilegal para poder cobrar las vistas al Portal de Belén?

3) Que se siga emitiendo y comentando el discurso de El Preparao. Cuando no dice vaciedades, suelta, lisa y llanamente, mentiras. La más gorda de Nochebuena 2019 ha sido lo de «la crisis económica  ha acentuado la desigualdad». Otra vez el poder tratando de vender al populacho la desregularización capitalista como si fuera una catástrofe natural. En Filipinas hay ciclones y en España, crisis económicas. Cuando todo el mundo sabe que las crisis las provocan un puñado de desaprensivos que se saltan las reglas y luego se benefician de la situación de caos en que han dejado a sus congéneres para acabar de forrarse.

En España, hemos ido incluso más allá, porque Mariano Rajoy consiguió que los españoles se sintieran, además de pobres, culpables: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades dijo el muy indecente. Que ahora se forra vendiendo libros en los que cuenta cómo estafó a todo un pueblo. Hemos blanqueado a uno de los políticos más siniestros y mentirosos del país por el procedimiento de convertirlo en un personaje chusco y afable. Rajoy es una especie de Carmen Sevilla de diseño, o si lo prefieren, un Papá Noel entrañable y bonachón del que solo nos falta fabricar pantuflas con su efigie. En Pontevedra, donde vivió tantos años, lo conocen bien y lo declararon persona non grata. Es un mal nacido.

En estas fechas entrañables, así llamadas porque los grandes almacenes y las marisquerías nos arrancan hasta las entrañas, se pone en escena con frecuencia el Cuento de Navidad de Charles Dickens. Que en la superficie, parece solo la historia de un amargado incapaz de disfrutar de la felicidad ajena. El Cuento de Navidad es en realidad una muy lúcida alegoría decimonónica. Que nos dice que la única manera de que un rico se avenga a compartir algo de su fortuna personal es aterrorizarlo por medios sobrenaturales. Los millonetis solo son solidarios por las malas.

En España, lo sobrenatural va a ser que por primera vez en muchos años, se va a armar un gobierno de izquierdas de verdad. Espero que no le tiemble la mano cuando le tenga que decir a Amancio Ortega que los impuestos, aquí, no son finalistas. Que no vale montar empresas fantasma en paraísos fiscales para declarar menos en tu país. Y luego, con el dinero eludido, rematar la  tomadura de pelo: hacerte publicidad de Zara donando máquinas contra el cáncer, para que el populacho diga: ¡compremos a Don Amancio, es dinero que cura a nuestros semejantes!

Para eso, prefiero a Mr. Scrooge. Al menos no se molestaba en ocultar lo miserable que era.

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