Otras miradas

La política de la nitroglicerina: cómo funcionan las guerras culturales de la ultraderecha

Daniel Bernabé

Los diputados de Ivan Espinosa de los Monteros y Santiago Abascal, en sus escaños del Congreso. EFE
Los diputados de Ivan Espinosa de los Monteros y Santiago Abascal, en sus escaños del Congreso. EFE

Hace cosa de un mes España enfrentaba, según la ultraderecha, poco menos que un peligro inminente que denominaron menas, ¿lo recuerdan? Según Vox, con la inestimable colaboración de quien parece ya su sucursal acomplejada, el PP de Casado, un país de 47 millones de personas, una de las primeras economías del mundo, estaba en jaque por unos cuantos miles de niños y jóvenes inmigrantes que habían llegado a nuestro territorio sin sus familias. La ridiculez consiguió convertirse en materia de discusión nacional y la izquierda, mediante datos, intentó demostrar que los menores inmigrantes no acompañados necesitaban centros de acogida precisamente para no caer en manos de la pequeña delincuencia. Posiblemente parte de la ciudadanía entendió que no existía tal amenaza, seguramente otra parte, minoritaria pero creciente, hermética a cualquier razonamiento basado en estudios, voces de expertos y experiencia internacional en el campo de las migraciones y la integración, decidió que esos críos eran el enemigo y la izquierda su cómplice en el empeño por destruir el país. ¿El resultado? Un atentado terrorista a uno de estos centros de integración en el barrio de Hortaleza, Madrid, y varias agresiones a menores inmigrantes, una de ellas en Zaragoza a un adolescente de 17 años que llegó al hospital tras la brutal paliza con el cráneo hundido. Hoy, un mes después, debe ser que la terrible e inminente amenaza ya no existe, los de Abascal al menos no hablan de ella.

Toda la polémica en torno al veto educativo, desatada por Vox con la connivencia del PP y Ciudadanos, al exigir implementar los ultras esta medida en Murcia para dar su voto en la aprobación de los presupuestos, sigue justo el mismo mecanismo que la amenaza fantasma de los críos inmigrantes sin familia, lo que podríamos denominar la política de la nitroglicerina, una que sólo sirve para explotar por agitación, una que ni siquiera soluciona el problema que dice combatir, simplemente porque el problema no existe. Una cuyo único objetivo es la acaparación de la agenda pública, la creación de un enemigo que dé coherencia a los afines y la involución reaccionaria de España para mantener inalterable el orden de clase, cuestión principal a la que la derecha y los ultras deben su existencia.

La política de la nitroglicerina comienza tomando fracciones inconexas de nuestra realidad para construir una amenaza virtual, eleva anécdotas a categoría de acontecimientos de importancia. Así la pequeña delincuencia en la que se pueden ver envueltos menores inmigrantes es una amenaza a la seguridad nacional, así polémicas puntuales en torno a actividades escolares, que son resueltas por la propia comunidad educativa, son un plan para adoctrinar a los menores. En tercer lugar, se crea un neologismo para identificar al enemigo, mena, o para agrupar a los afines, pin parental, que asalta la actualidad impidiendo cualquier debate de profundidad sobre los problemas reales a los que el país se enfrenta en materia, en estos casos, de inmigración y educación. Por último, ante la imposibilidad de resolver un problema que no existe, que objetivamente se ha creado mediante una ficción narrativa, se establecen dos trincheras: la de los ultras, autoproclamada última línea en defensa de la civilización occidental y la de la izquierda, que no es que esté equivocada en sus postulados, sino que conspira con todo tipo de fuerzas oscuras para hundir el país en el caos. Hasta que el tema se agota por su propia inercia y se busca la creación de un nuevo conflicto para que la rueda siga girando.

Un apunte esencial que nos afecta a los que trabajamos en el ámbito comunicativo: la política de la nitroglicerina, a pesar de que utiliza todo tipo de artimañas basadas en mentiras que se distribuyen mediante redes sociales y servicios de mensajería, tiene que tener la complicidad de los medios de comunicación, especialmente la televisión, que sigue marcando para la mayoría de la población aquello que es relevante. En el mejor de los casos podemos asumir que el carácter de conflicto apocalítico que la política de la nitroglicerina ostenta viene bien para ganar audiencia: entre un debate serio sobre la trampa crediticia o el planteamiento de que un ejército de sodomitas anda por las escuelas enseñando atrocidades sexuales a los críos, el segundo tema casa mucho mejor con un modelo de entretenimiento político de escasa profundidad intelectual y grandes dosis de opereta. En el peor de los casos lo que debemos asumir es que los que dirigen este espectáculo son afines por su posición de clase hacia los ultras. Posiblemente ambas asunciones sean ciertas y compatibles.

Bajo la coartada de la equidistancia periodística se ponen al mismo nivel las dudas de los profesionales de la enseñanza, que alertan de un aumento de las tareas burocráticas en detrimento de las propias que les incumben, que la narración ficticia de los ultras de que el sistema de enseñanza en España está adoctrinando a los niños en todo tipo de tropelías. La labor del periodismo no es contar que un señor dice que llueve y otro que no, sino asomarse a la ventana para comprobar si está o no lloviendo. Lo otro, el dar minutos de televisión sin poner ni un sólo pero cuando se utilizan datos falsos o se magnifica un conflicto puntual es colaborar con los de Abascal en la difusión de sus campañas.

¿Qué hacer frente a esta política de la nitroglicerina, versión española del trumpismo? En primer lugar, si el debate se produce afrontarlo, pero tomando la iniciativa y no aceptando ni el léxico ultraderechista ni sus marcos.

El ejemplo palmario de lo que no se debe hacer lo protagonizó la ministra Celaá al entrar a discutir en el marco de Casado, que habiéndose visto sobrepasado una vez más por Vox ha decidido competir con Abascal en este modus operandi delincuencial. Casado es perfectamente consciente de que no existe ninguna iniciativa en marcha, por otro lado, imposible legalmente, de que el Estado arrebate la patria potestad a los padres, pero desliza que el Gobierno es lo que pretende. La ministra respondió desde la lógica, diciendo por otro lado una obviedad y una realidad jurídica, las personas, incluidos los niños, no somos posesiones y tenemos derechos y obligaciones inherentes, incluido el de acceder a la enseñanza. Una vez que la ministra picó el anzuelo, Casado ha seguido elevando mezquinamente la mentira, llegando a publicar en Twitter que "Pensé que podría haber sido un lapsus, pero el Gobierno lleva tres días ratificando que los hijos no son de sus padres. ¿Nos están diciendo que, como en Cuba, los niños son del Estado? Aquí no va a venir ningún comunista a decirnos cómo tenemos que educar a nuestros hijos". Así, tras unos días de conflicto, el líder el PP ha se permite elevar lo que era un falso problema en la educación a toda una conspiración comunista para arrebatar del nido familiar a los críos. O a Casado le pasa la historia por encima o la historia nos va a pasar por encima a todos.

El debate sobre el veto educativo es una cuestión que afecta directamente al concepto de ciudadanía. Podemos ser ciudadanos en cuanto a que podemos relacionarnos como iguales intelectualmente. Cuando en este país una sarta de cuatro caciques decidía lo que había que hacer y la población firmaba con una "x" temblorosa los documentos, daba igual que esas personas tuvieran consideración legal de ciudadanos, ya que no podían actuar como tales. ¿Cuál es la herramienta para equipararnos intelectualmente, formarnos como personas? La educación, especialmente la reglada y pública. Los padres siempre van a educar a sus hijos, además de todas las influencias que los menores reciben a través de los medios de comunicación e internet. Resulta ridículo que Cayetano necesite una autorización para poder recibir un taller de reciclaje y en la intimidad de su cuarto acceda a todo tipo de sordideces y violencia desde su móvil.

La ultraderecha utiliza la trampa de la diversidad para confundir lo que es un simple egoísmo prepúber con una reivindicación por la libertad. Al parecer para esto sí es importante el inabarcable reino de la diferencia. El resultado sería que un padre homófobo utilizaría su veto para impedir que su hijo se eduque en respeto al colectivo LGTB, un terraplanista podría negar que su hijo fuera a un museo de ciencias naturales o un integrista islámico que su hija acceda a una asignatura contra el machismo. La educación debe ser igual para todos porque teje los mimbres de nuestra sociedad, crea los consensos mínimos en cuestiones tan esenciales como los derechos humanos. De hecho, por desgracia, en nuestro país esta igualdad se rompe de facto a través de la educación privada y concertada, en manos en parte de los sectores más reaccionarios del catolicismo. ¿Qué es lo que se está atacando entonces? A la educación pública, metiendo el miedo en el cuerpo a los padres para que lleven a sus hijos a los cortijos educativos de la derecha.

Para ejercer la libertad de pensamiento, de hecho, es imprescindible primero aprender a pensar, que es la que debería ser la principal tarea del sistema educativo. Por desgracia se ha atacado a la filosofía y a las ciencias sociales para disponer de una sociedad moldeable a los intereses capitalistas y no educar a las personas como ciudadanos sino como simples técnicos y consumidores. De hecho, muchos libros de texto ya asumen la doctrina neoliberal como materia de fé, enseñando a los niños que son los empresarios quienes crean la riqueza, y no los trabajadores, o contando a chavales lo importante que es emprender cuando viven en barrios de rentas mínimas, alto índice de paro y una imposibilidad material de que lleven a cabo ningún tipo de proyecto.

El veto educativo es neoliberalismo radical porque pretende hacer pasar por un problema de libertad lo que es sólo una atomización de las diferencias para quebrar la igualdad. No es educación a la carta, es romper los consensos mínimos que nos constituyen como sociedad. Un ataque a la equidad de la educación pública que es una herramienta que al menos reduce las abismales diferencias de clase que existen en nuestro país.

Pero además es la enésima pirueta de la política de la nitroglicerina. Como hemos dicho es necesario enfrentar el debate sin comprar los marcos de la ultraderecha, aprovecharlo para elevar el nivel de la discusión pública, utilizando los datos, pero también narraciones certeras que apelen a las emociones. Sin embargo, en el fondo, todo esto no deja de ser una lucha en la guerra cultural que los ultras han planteado, librar un partido en su terreno de juego que aunque se gane sólo ha dejado las cosas en el punto de partida. Eso en el mejor de los casos.

La izquierda, no sólo el Gobierno, debe tomar la iniciativa de la agenda pública y procurar no alimentar las excusas que les sirven a los extremistas del libre mercado como un camino de miguitas de pan. Y para esto lo primero que debería hacer la izquierda es dejar de comprar teorías posmodernas ajenas a su tradición y objetivos que sirven de correlato a los ultras en el balancín de las guerras culturales. Tener claro, por otro lado, que las discusiones académicas, la teoría que se desarrolla con un lenguaje críptico e incomprensible, no puede estar en el mismo nivel de la política percibida en el debate cotidiano. Por ejemplo, lo que parece absurdo es plantear que la familia es una institución burguesa a eliminar -por mucho que sea un consenso en las ciencias sociales que las formas que adoptan las agrupaciones humanas están relacionadas con los sistemas económicos- justo cuando las familias han sido el refugio para mucha gente en los momentos más duros de la crisis. Y sobre todo hacer prevalecer los temas que afectan a la igualdad material y los derechos civiles por encima de piruetas importadas de las universidades norteamericanas que nadie entiende ni necesita. Por resumir: los experimentos en casa y con gaseosa.

Pero además se hace imprescindible desactivar la política de la nitroglicerina con medidas concretas, efectivas y de un efecto mensurable en la vida de las personas. Las guerras culturales como se ganan es revirtiendo el austericidio de la recién terminada década ominosa, subiendo el salario mínimo, haciendo respetar las leyes laborales, legislando contra las casas de apuestas y los especuladores inmobiliarios, elevando la seguridad pública allí donde haga falta, luchando contra el machismo y la homofobia, en definitiva, otorgando dignidad y certezas a la vida de la mayoría de la población.

La política de la nitroglicerina tiene un punto débil: necesita de la agitación permanente. Como ya se ha visto con el fracaso estrepitoso de las concentraciones ultras contra el Gobierno, mantener el nivel de hiperventilación tiene unos límites. Entre la algarada zarzuelera de los extremistas y dar soluciones a problemas acuciantes, por muy parciales que estas sean, hasta el ciudadano más enajenado de lo político apoyará lo segundo. Con el pan de tus hijos nunca se juega.

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