Otras miradas

El castillo de la pureza

José Ángel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

'Saturno devorando a su hijo', de Francisco de Goya
'Saturno devorando a su hijo', de Francisco de Goya

Ay, los padres y madres terribles: cuánto dolor y maltrato no habrá provocado el uso torcido de los hijos en el vientre de esa cueva con misterios que es la familia en intimidad. Cuánta lesión inútil, crimen y demencia. Quieren ahora los padres terribles imponer ese pin que es miedo cerval a que sus hijos enfrenten el mundo en libertad, y eso no sé si es más una muestra de estupidez que un signo de barbarie. O ambas cosas a la vez, porque los padres terribles llegan a extremos psicopatológicos en el uso proyectivo (o mercantil) que hacen de las criaturas que traen a la vida. ¿Acaso no son suyas?

El padre de Michael Jackson educó a su pequeño con las consideraciones y maltrato de un esclavo del algodón: le pegaba en casa para que cantase a la altura de Farinelli, el eunuco; su éxito educativo fue rotundo: a la vez que su hijo alcanzaba una tesitura angelical, se le fue gestando entre insulto y tortazo una avería en la cabeza que le impidió aspirar a una feliz realización sexual. ¿Lo pagaron otros inocentes?

Hay que advertir que a estos padres del pin no les falta fundamento cultural: en la Biblia leemos que Abraham puso el cuchillo en el cuello de su hijo Isaac dispuesto a sacrificarlo como a un cordero de su rebaño. Una historia de gran suspense: le faltó un pelo para llenarse las manos de sangre de su sangre. Y entre los mitos clásicos destaca el de Saturno, quien, sin el temple de Abraham, finalmente devoró al hijo con una saña digna de ser inmortalizada por Goya.

Cuando no salen las cosas bien, cuando la familia no prospera como se debe, el hijo es pasto de la frustración del padre. ¿Y quién tiene derecho a detener su furia en lo más hondo de la cueva, quien puede agarrar la mano armada, ahogar el insulto o el trato con desprecio que punza tan hondo o más que el cuchillo? Nada legítimo puede detener nuestra furia contra el hijo que es ‘cosa nuestra’, piensan en lo oscuro de la casa los padres del pin, nada puede frustrar nuestro deseo soberano de corregir al hijo torcido, de golpear su tallo hasta que mane sangre si no crece tan terrible o más que nosotros.

Y que no le quepa duda a nadie: se ejerce ese derecho parental a expulsar al niño sin amor si su conducta se corrompe sin remedio. Lo arrancan de sus vidas sin contemplaciones: hay muchas maneras de aniquilar al que turba a la familia.

Así, en La muerte de Mikel, Imanol Arias es envenenado por su propia madre que así corta de raíz el escándalo de su homosexualidad: es una madre terrible armada con un pin que mata. Uribe retrata en su película una sociedad vasca a la vez que infectada de terrorismo, enferma terminal de patriarcado: igual tienen que ver ambas dolencias.

Hay que detenerse en un detalle importante del famoso cuadro de Goya: Saturno no devora a su hijo, sino que lo destaza, lo corta en pedazos con sus dientes con un fin que no es la alimentación. Lo desmadeja a bocados, lo que indica que su objeto no es aplacar el hambre, sino una completa destrucción de aquél al que ha dado la vida: tal y como actúa la madre de Mikel.

En la década de los sesenta, un padre terrible, fabricante de raticidas, se encerró durante dieciocho años en su casona mexicana junto a su mujer y sus tres hijos. No quería que su familia tuviera contacto alguno con las realidades de una ciudad pujante.

El pin de este padre, Gabriel Lima, fue en extremo severo, y en esta historia de barbarie real se basó a Arturo Ripstein para filmar película El castillo de la pureza. Quiso Lima sustraer a su hijo y dos hijas de la influencia de monstruos como la libertad, el deseo de la carne, la música, la risa, la vida. Con disciplina les educaba él mismo (para qué quería más) encerrándoles dentro de una jaula cuando incurrían en falta. Pero Lima mismo violentaba esa disciplina moral, emborrachándose y yendo con prostitutas: así sucedió que sus hijos, que comenzaban a sentir las cosquillas íntimas de la adolescencia, se le rebelaron viendo en su progenitor a un tirano desequilibrado e hipócrita.

¡Y en su locura Gabriel Lima aún pensaba que los podría sujetar! Eso es imposible: los niños se abren paso ante dificultades que parecen insuperables. Ya se estarán riendo en el patio del colegio de esta memez del pin de Casado y Abascal. Aún mejor, seguro que ni le han prestado atención. No en balde, Ripstein puso a los chicos de su película los nombres de Voluntad, Utopía y Porvenir, y eso fue un gran acierto, pues no hay pin censor, ni castillo de pureza levantado con la miseria mental de unos fanáticos, que resista el embate de nombres alegóricos con tanta vida y belleza dentro.

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