Otras miradas

Música para la cuarentena

Máximo Pradera

Pixabay.
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La semana pasada, el actor y escritor Carlos Bardem me invitó a participar en un juego tuitero. Rara vez usamos Twitter para jugar. La mayoría de las veces el pajarito azul nos sirve solo para insultar, cuñadear o, en mi caso concreto, escribir insensateces y comentarios cafres con los que hago un montón de amigos. Así que acepté el reto.

El juego consistía en elaborar una playlist de música clásica, subirla a la red y después nominar a otras tres personas para que colgaran sus propias listas. Aunque tardé un poco en reaccionar, porque no me gusta marear al personal con invitaciones extemporáneas, creo que mi lista fue la más exhaustiva de todas, por la sencilla razón de que la tenía hecha desde hace años. Me refiero a un doble CD que compilé en el año 2000 a invitación de Decca: Clásicos para una isla desierta. Yo estaba por entonces en la cumbre de mi popularidad televisiva y en cambio la venta de discos de clásica empezaba a derrumbarse. Un directivo de Decca pensó que si un famosete de la tele prescribía algunos números 1 de los últimos 500 años, sus fans correrían a comprar el disco, por una mezcla de curiosidad, mitomanía y fe en el criterio artístico de su ídolo.

Mi recopilación resultó de una excentricidad rayana en lo estrafalario. Hasta el punto de que Melchor Hidalgo, responsable de Universal Classics, me invitó a reconsiderarla.

–¿Estás seguro de la Suite Popular Brasileña? – me preguntó entre divertido y confuso.

Nadie que no sea guitarrista conoce esa pieza de Villa–Lobos. Y Melchor quería una recopilación de piezas célebres, por muy viejuno que fuera el compositor.

Le expliqué que había concebido mi disco como un homenaje al John Cusack de High Fidelity. Todos no acordamos de aquel estrambótico pero entrañable dueño de una tienda de discos que se jactaba de su talento para grabar cassettes con las que homenajeaba a sus novias.

–No te comas el tarro, Melchor – le dije a mi contratador–. Esto no es una historia de la música. Ni siquiera es un Best of. Me he limitado a escoger las piezas que solía grabarle yo a los 20 años a la futura madre de mi hijo, durante la etapa de cortejo.

Que por cierto fue muy larga, ya que yo era por entonces enfermizamente tímido y ella muy desinhibida. Su espontaneidad y desenvoltura en el coqueteo me acobardaban y en cambio animaban a otros rivales más experimentados, que se me adelantaban siempre en mis maniobras de aproximación. Pero algo debí de hacer bien con mi recopilación musical, porque mi oscuro objeto de deseo me concedió al final sus favores. Y la banda sonora que había compilado para ella nos acompañó durante 20 inolvidables años.

Mis Clásicos para una isla desierta, que el lector podrá consultar en esta página incluyen también la versión. Como sabrán los que hayan leído mi manual de postureo musical, Tócala otra vez, Bach, para un snob de clásica (y esto lo aprendí del Rey de todos ellos, Alberto Ruiz-Gallardón) la versión de una obra es tan importante o más que la obra en sí misma. Porque una mala interpretación puede llegar a hacer que detestes una pieza que en manos de otro artista resultaría sublime. Y en cambio un intérprete genial consigue siempre que ames una obra en la que, de no ser por él, jamás te habrías fijado.

No todos los intérpretes de mi playlist son mis favoritos, porque Decca no tenía los derechos de todo el mundo y los tuve que reemplazar por otros. Y aunque Pepe Romero toca muy bien a Villa–Lobos, no es lo mismo que escuchar a Julian Bream, un genio británico de la guitarra que sería capaz de convertir en oro hasta Paquito el Chocolatero.

Se habla mucho estos días de resistir la cuarentena a base de Netflix y papel higiénico. No nos olvidemos de la música y de su formidable poder sanador en tiempos de miseria y terror como los que nos ha tocado vivir.

Los infortunados rusos, sitiados en Leningrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial (llegaron al canibalismo, no tenían Mercadona) supieron que le habían ganado la partida a Adolf Hitler cuando consiguieron estrenar la 7ª Sinfonía de Shostakovich en pleno asedio. Había sido compuesta expresamente para infundir moral a sus habitantes durante aquel horripilante cerco. Los soviéticos colocaron altavoces por toda la ciudad, para que nadie se perdiera aquella música energizante y terapeútica y esas notas llegaron incluso hasta el frente alemán.

Dicen que cuando el general de la Wehrmacht que estaba al mando de las tropas de asedio escuchó aquellos sonidos inauditos, envío un cable a Berlín que decía.

–Mucho me temo que hemos perdido la guerra.

Estoy seguro de que podremos hacer lo mismo con el coronavirus.

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