Otras miradas

La reina en su castillo. Breve relato del coronavirus en el Reino Unido (1)

Daniel Bernabé

Periodista

Una mujer atiende el mensaje televisado de la reina Isabel II, en su vivienda en la localidad británica de Weybridge. REUTERS/Peter Nicholls
Una mujer atiende el mensaje televisado de la reina Isabel II, en su vivienda en la localidad británica de Weybridge. REUTERS/Peter Nicholls

Londres ardía, el año era 1940 y el blitz, el bombardeo nazi sobre las grandes ciudades y centros industriales del Reino Unido, había comenzado. El Gobierno británico decidió evacuar a los niños de estas zonas hacia las poblaciones rurales, objetivos secundarios para la aviación alemana. Los niños españoles, que huyeron de esa misma Luftwaffe, anticiparon el movimiento unos pocos años antes. Es lo que tiene mirar para otro lado, que el horror siempre te alcanza.

La reina Isabel II fue una de aquellas niñas que en 1940 abandonó Londres. Desde el castillo de Windsor, fortaleza que comparte nombre con su casa nobiliaria, la entonces princesa pronunció con catorce años el que sería su primer discurso público. "Hoy, una vez más, muchos sentirán una dolorosa sensación de separación de sus seres queridos. Pero ahora, como entonces, sabemos, en el fondo, que es lo correcto".

Que la monarquía británica sea una de las más longevas del mundo tiene que ver con pasajes como este, con saber cuál es su papel público con respecto al país, el del liderazgo moral, y su función última como representantes de un poder que se perpetúa para garantizar el orden de clase. Thatcher nunca decía que la derecha era quien se enfrentaba al comunismo, sino que el comunismo era quien se enfrentaba a los valores británicos. La parte por el todo para que el todo esté de tu lado, aun con la bota de equitacion sobre su cuello.

En la noche de este pasado domingo Isabel II ha vuelto a pronunciar un discurso desde Windsor, salvo que esta vez los bombarderos alemanes no llenaban en noche cerrada los cielos ingleses. Esta vez la princesa era reina y ya no tenía catorce años, sino noventa y tres. Aparte de la tradicional cita navideña, la reina sólo se había dirigido de forma extraordinaria a la nación en el 60 aniversario de su coronación, tras la muerte de su madre, de la princesa Diana y con motivo de la Guerra del Golfo. La causa de esta ocasión era la pandemia de coronavirus.

El discurso y su producción, a cargo de la BBC, ha sido una obra maestra de la comunicación institucional en cuatro minutos y medio. Ha comenzado con una vista del patio de armas, circulando la toma hacia la entrada de las estancias donde su majestad da audiencia. Unas letras en blanco se han hecho patentes en el centro de la pantalla, "The Queen", no hacía falta más. La monarca, de ancianidad envidiable, ha ocupado la imagen en un plano medio, sentada al lado de un escritorio, manos entrecruzadas en el regazo.

Unas líneas para hablar de la vida que se interrumpe, del tiempo de enormes dificultades que está por venir, del dolor. Inesperadamente, cuando la monarca apenas llevaba 20 segundos en pantalla, se nos ha empezado a mostrar a los profesionales sanitarios del NHS, de los que la reina ha dicho que estaban en la primera línea, para pasar a enseñarnos a diferentes trabajadores y militares en sus tareas contra la pandemia. Ellos, ellas, una metáfora visual, cobijados bajo las palabras de la reina pero sobre su imagen.

Apelaciones a que la población permanezca en sus casas, a la unidad, al recuerdo desde el futuro: "los que vengan después de nosotros dirán que los británicos de esta generación eran tan fuertes como cualquiera" de las anteriores. De nuevo las imágenes han cambiado, para mostrar a los ciudadanos aplaudiendo desde sus casas a los trabajadores de servicios esenciales, contención real, entusiasmo popular, para acabar refiriéndose a los niños de toda la Commonwealth, aquello que quedó tras el Imperio. Después han llegado la solidaridad, la comunidad y el papel filantrópico de las empresas, ya con la reina de nuevo en plano. Incluso la diversidad, en su vertiente religiosa, ha tenido cabida.

A continuación, fotografías de su discurso de 1940. Ahora como entonces, a pesar del dolor de la separación, sabemos qué es lo correcto. La diferencia, ha expresado la reina, es que esta vez todas las naciones del mundo tienen un enemigo común. El plano ha cambiado a uno corto. Dias mejores retornarán, ha concluido Isabel II, ofreciendo a sus súbditos su agradecimiento y sus mejores deseos.

Mientras todo esto sucedía, Boris Johnson era trasladado al hospital diez días después de dar positivo por coronavirus. Extraña al menos la premura de la operación, el día de la semana, la hora elegida. Extraña que a un primer ministro del Reino Unido no le puedan atender en el 10 de Downing Street. Extraña que las explicaciones oficiales hayan sido que se trataba tan sólo de un ingreso para realizar unas pruebas. Extraña que todo se haya comunicado tan sólo unas horas después del discurso de la reina.

Boris Johnson, surgido como líder de la hoguera del brexit, tomó la decisión de no aplicar medidas de excepción ante el coronavirus. Mientras que el resto de países europeos anticiparon acciones con errores y premura, el mandatario inglés parecía pensar que el Canal de la Mancha aún protegía a las islas. Salvo que la enfermedad, como las bombas nazis, ya había llegado a bordo de los aeroplanos. Esta vez los spitfire no pudieron hacer nada.

Johnson presumía, aún en marzo, de que su estrategia de inmunización por rebaño, aún sin vacunación, iba a resultar exitosa. Lo cierto es que no fue un error de cálculo, sino una decisión que ponía por delante los beneficios empresariales de la salud pública. Un informe del Imperial College, advirtió a mitad de marzo, ya con España e Italia en confinamiento, que si el Gobierno británico no tomaba medidas, el NHS se desmoronaría con el riesgo de enfrentar un cuarto de millón de fallecidos.

Ningún país puede asumir esa cifra de víctimas mortales en unas pocas semanas. No solamente sería el final de Johnson, sino probablemente del sistema entero. Alguien, alguien que ostenta el poder de las finanzas y maneja la política de los susurros, llamó al primer ministro, fabulamos, y le hizo cambiar de plan. El día 24 el Reino Unido adopta un confinamiento más ligero que el de sus vecinos europeos. Como recoge el proyecto Nextstrain, mientras que los países mediterráneos preparaban un frente contra lo que que venía de China, las islas británicas estaban exportando el virus al resto del continente desde finales de enero. Los peores ataques siempre llegan por la retaguardia, inesperados.

Boris Johnson, que creció como producto del calor de la globalización financiera de los noventa, fue la respuesta al descontento que esa globalización había creado. Un hipócrita, un mentiroso, al servicio de la salida del Reino Unido de la Unión Europea para encumbrar su carrera política. Un miembro de la élite jugando a ser el payaso sin pelos en la lengua que el atolondrado pueblo necesitaba. Lo consiguió. Pero esa misma arrogancia de chico de Eton le hizo pensar que el populismo neoliberal, ya en vez de globalista, nacionalista, al calor de su émulo en Washington, le daba las facultades para sacrificar a su población por mantener la curva ascendente del FTSE 100. Este mismo sábado uno de sus asesores, Graham Medley, pedía levantar el confinamiento porque el país "necesitaba enfrentar el equilibrio entre dañar a los jóvenes o a los viejos". A los jóvenes como trasunto del dinero. Su dinero.

La situación es enormemente volátil. Ambos socios atlantistas, los Estados Unidos y el Reino Unido, están resultando muy perjudicados de esta crisis, en el ámbito interno y en el tablero geopolítico. El mensaje de la reina, aun suponiendo que la coincidencia con el ingreso del primer ministro haya sido tan sólo producto de la casualidad, ponía distancia entre ellos. Ella se instituía como faro moral de la nación, senecta templanza ante el desastre. Johnson, despeinado permanente, desaparecido desde el jueves, tiene los días contados.

El mensaje de Isabel II ha terminado con el contrapicado de la torre circular del Castillo de Windsor, una de las construcciones más antiguas de la fortaleza. Piedra secular aguantando invasiones desde los normandos. El poder requiere a veces de trapecistas eventuales, que cuanto más espectacular pretenden su pirueta, sufren antes el accidente. Pero el poder sobre todo requiere de certezas, de una metáfora que agrupe el orden sobre su regazo.

El bufón condenado. El pueblo en sus casas. La reina en su castillo.

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