Otras miradas

Tres momentos de Julio Anguita: un discurso, un gesto y un paseo por Córdoba

Marga Ferré

Responsable de Programas y Formación de Izquierda Unida

Era el año 1996, acababa de caer el Muro de Berlín y los vientos neoliberales lo arrasaban todo a su paso. No era fácil ser de izquierdas entonces, cuando todo se medía bajo la autocomplaciente mirada del consenso de la transición. La reciente entrada de España en la Unión Europea, con la paleta conciencia de que nos traería modernidad, los fastos del 92 y la campechana monarquía... Todo estaba en su sitio, atado y bien atado, en ese bipartidismo imperfecto que dictaba el relato de lo que éramos como país, y de lo que confortablemente deberíamos seguir siendo ad eternum.

Fue entonces, cuando nadie lo esperaba, cuando tronó su voz en el que probablemente sea un de los mejores discursos políticos de la historia de España. Pónganselo en bucle:

Era la Fiesta del PCE de 1996. Allí habló de República cuando era un anatema, critico la transición cuando era sacrosanta, rescató los derechos sociales de la Constitución cuando estaban ocultos, atacó a la Unión Europea cuando estaba endiosada y nos animó a ser pueblo. ¡Pueblo! "¿resignáis o combatís?" nos preguntaba. Qué osadía.

Yo era anguitista antes de conocerle. El orgullo, ese mismo orgullo que muchos le criticaban, era a mí lo que más me fascinaba. Les trataba de usted, con una educación esmeradísima que ya quisieran para sí los señoritos. De corbata, serio, orgulloso e implacable con los poderosos y los corruptos que, en la España de la época, como en la de hoy, eran lo mismo.

De traje y serio fue un día al Congreso que aun retengo en la memoria: era el 5 de abril de 1990. Felipe González se sometía a una moción de confianza que sellaría los pacos de gobierno tras perder el PSOE la mayoría absoluta. Anguita subió a la tribuna y le espetó a Felipe González los 25 puntos de un acuerdo programático (cómo no y como siempre, el programa) para un pacto de izquierdas en nuestro país. Él sabía, como toda España, que era un gesto inútil; Felipe ya había decidido pactar con la derecha vasca y catalana, Jordi Pujol incluido, perpetuando el expolio de los que se creían intocables. Le lanzó a Felipe los 25 puntos con la seriedad de quien lanza un guante a quien sabe que no aceptará el duelo. Un gesto inútil, a lo Cyrano, sí, ¡pero qué gesto!

Demostró, con un solo ademán, lo que al PSOE le ha constado 20 años entender: que no importa la animadversión que nos tengamos (era proverbial la que se tenían Julio y Felipe mutuamente), sino acordar políticas sobre programas concretos para que este país avance. Los años y la justica le darían la razón a Julio y al mirar, no sin cierto receloso orgullo, la coalición de izquierdas que nos gobierna, sé que echaremos de menos su palabra crítica y sus constantes broncas para que no nos desviemos del camino.

Muchos años después, retirado de la primera línea -que nunca de la política- habíamos de recordar esos días para extraer lecciones y blasfemar contra más de uno. Invitaba a vinos en la Plaza de las Comendadoras a quien fuera a verle y darse el gusto de charlar con él y era entonces cuando salía el Julio con acento cordobés, el de las bromas constantes y la risa invitadora. Un Julio relajado y lúcido, que, como tuvieras suerte, te enseñaba Córdoba. Se recreaba tanto en la historia de su ciudad que siempre sospeché que Julio, más que alcalde de Córdoba, había sido su enamorado.

España, de vez en cuando, da personajes históricos únicos y Julio Anguita lo es. Nos quedan sus libros, sus discursos y sus artículos innumerables. Leámosle, no para honrarle, sino para aprender, para estudiar porque, a fin de cuentas, Julio fue y siempre será un comunista de alma y un maestro.

 

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