Otras miradas

Rosa María, Pau, tita y mamá

Ana Bernal-Triviño

Una mujer sujeta la madre de su madre enferma de cáncer, en un hospital en EEUU. REUTERS
Una mujer sujeta la madre de su madre enferma de cáncer, en un hospital en EEUU. REUTERS

Cuando la obra de teatro terminó, estábamos con lágrimas en los ojos. Por entonces, yo trabajaba en televisión por 450 euros al mes. La vida no me daba para pagar entradas de teatro, pero conseguí unas invitaciones y acudí con mi madre y mis hermanas a ver a Rosa María Sardá en Wit, donde interpretaba a una enferma terminal de cáncer. La obra no era melodramática ni sensible, sino pura realidad. Por entonces, aunque ya conocíamos el cáncer en la familia, no sabíamos que ya había empezado la cuenta atrás y que diez años después vendría el cáncer a casa como una apisonadora.

Diez años después estaba en una sala de espera, volcando una entrevista a Pablo Iglesias, sin darme cuenta de que la sala se quedó vacía. Cuando tomé conciencia, un doctor abrió la puerta, dijo el nombre de mi madre y soltó: "Corre a administración y tramita esto antes de que cierren. Tu madre tiene cáncer". Él insistía en que reaccionara. Y yo solo (inculta e ignorante) pregunté: ¿pero se va a morir? La pregunta más idiota del siglo, porque aquel doctor no podía saber nada por entonces. Mi hermana Eva tenía razón. Días antes había consultado los síntomas de mamá por Internet y me dijo que podría ser algo grave en el colon. Yo no la quise creer. Quise llorar sin poder. Me pellizqué por si era una pesadilla. Luego no sabía cómo explicarlo a mis hermanas. Luego me abracé a una de ellas en la rampa del hospital. Fuimos juntas a administración, aunque no fueron muy amables. Luego nos dejaron pasar a ver a mamá. Nunca se me olvidará aquella cara en el sillón. Lo sabía. Me puse de rodillas y la abracé. Y es que si nuestra vida por entonces ya era una mierda, ahora, aún más. Yo, en un medio paro, con trabajos sueltos en periodismo y con una beca concedida de posdoctorado para irme a México en dos meses.

Luego vendría la llamada a tita Mari, y la llamada que tita Mari devolvió a mamá. Cuando le preguntó: ¿pero qué síntomas tienes? Supongo que tita llevaría días sin dormir y por eso terminó entrando por urgencias, con otro cáncer de colon. Llegó el día de la operación. Las dos hermanas, el mismo día, en hospitales diferentes. Mamá, operada. Tita... moriría en un mes. La metástasis estaba en todo su cuerpo. Tenía la mano de mamá agarrada tras despertar la anestesia y diciéndole que su hermana también había salido bien de la operación. Esas mentiras pasajeras. Yo dejé ir a México. Dejé los pocos trabajos que tenía. Fueron días de muchas conversaciones con tita, de leer mil páginas sobre el cáncer, de comprar el libro de Odile, de que te intentaran engatusar con soluciones imposibles, de charlas con tita esperando hacer un viaje por la costa sur de Francia cuando todo pasara, de verla sin apetito, con la cabeza baja, de ese plato eterno de carne, de no querer hablar, de saber que iba a morir cuando se miraba al espejo, de que los libros ya no la evadían pero que siguen con las páginas marcadas donde ella las dejó, de la delgadez, de que mamá supiera la verdad.  El mismo día en el que mamá empezaba la quimio, enterramos a tita. No sé cómo mamá, enferma, pudo resistir. Nunca hemos hecho duelo de tita. Imposible. Yo aún creo que sigue en Fuengirola.

Luego vino la quimio, la familia que se fue (y que no vuelvan), vinieron conversaciones desagradables e injustas, vino conocer cómo se había recortado en investigación, vino hablar de metástasis y de que faltaba mucha ciencia ahí, vino soledad, vino rabia, ganas de romper cientos de cosas, de respirar, de que no te escriba nadie, de que alguien pregunte por ti, de ser dura como una roca, de no poder llorar, de poder llorar pero sin que te vean, de charlas en pasillos, de hacer preguntas con miedo a la oncóloga, de leer en silencio, de odiar las batas blancas, de querer interpretar las analíticas, de ver la sanidad desbordada, de hablar con asociaciones...

Llegó la visita anual. Cuando subía las escaleras del hospital mamá me dijo que en cuanto recibiera el alta ese día, que le jurara que volvería a trabajar. Llegó el gesto turbio de la oncóloga para avisar que el cáncer había vuelto, y peor. Recuerdo idas y venidas y que, a la mañana siguiente, mi hermana Eva llamó a Montxo (Armendáriz) para decirle que yo no me quería levantar de la cama. Yo, que he sido valiente toda mi vida, estaba echa una bola y reducida, acojonada perdida, porque no podía afrontar la muerte de mi madre tras la de tita. Ahora no. No tenía nada, ni trabajo (ni podía buscarlo), ni red. Solo un poco de dinero ahorrado. No tenía nada y no podía perder a ella, que era lo único que tenía. Montxo me mandó un Whatsapp: "Intenta que esto no te impida disfrutar de ella". Y no sé bien cómo me levanté de aquella cama, supongo que porque no queda otra cosa que hacer.

Y volvimos al hospital, y la operaron de riesgo, y dormimos en la silla incómoda, y conocimos las historias de todos los pacientes de la planta, y mamá y yo probamos a tomar tila, que nos gustó por primera vez. Y le llevamos la revista donde Pau Donés confirmaba que tenía también cáncer de colon y, desde entonces, Pau fue como parte de la familia. Porque si él vivía, mamá viviría. Y sus palabras y su manera de afrontar el cáncer nos impulsó, en aquel inicio, a sobrellevarlo todo.

Vinieron las sesiones de quimio, y las preguntas idiotas que yo hacía, y buscar los avances de la ciencia, y buscar otras oncólogas, y asistir a congresos, y las sesiones de la psicóloga con un "mindfulness" que nos calmó tres meses... pero luego salió ya mi vena rebelde y casi boicotea las sesiones: "¿cómo sirve esto cuando te van a desahuciar?", "¿y si estoy en paro, como yo?", "es que habláis del cáncer como si no tocara en familias pobres y que lo pasan mal"... Supongo que, al inicio, compras todo lo que te da esperanzas, pero cuando empiezas a ver cómo a las salidas de las quimios no puedes ni sostener a tu madre en pie, y cómo se queda días casi sin reaccionar en cama,  entonces te cabrea todo lo que te digan en plan Mr. Wonderful. Te molesta todo el que venga a decirte que seas feliz con el cáncer, y te entra ganas de soltar algo cuando te hablan de chakras y soluciones teológicas o cósmicas, y a la vez te ves rezando cuando no lo hacías desde la comunión, y te pones a meditar por si te calma pero no funciona todos los días, y le coges tirria al pitido de la máquina de la quimio, y te supera cuando te dicen que "luches", y te da rabia cuando ves que otro paciente evoluciona mejor que tu madre. Que sí, que es muy egoísta, pero tú ahí no ves más y quieres que se salve tu madre porque es la tuya. Y que funcione su quimio. Y tiras el libro que te ha dado la psicológica del monje tibetano, y tu madre te pregunta por qué Pau puede andar por el campo y ella no se podía mover. Y empiezas a ver las consecuencias de la quimio, y cómo ella va dejando de ser en parte ella. Y no desayunas en las revisiones por si la oncóloga dice algo malo, y la sonrisa de una enfermera que te da la mano te devuelve la vida porque ya ni piensas en ti, y mamá te dice que si el cáncer vuelve ya no se pone más quimio. Y vemos a Pau recuperándose, y le escribo un email, y me responde, y vamos viendo lo que él hace, y lo que come, por si ayuda a llevar mejor la quimio, y pasamos las revisiones a la vez...

Pasan cinco años, y algunas pruebas de mamá paradas por el coronavirus, sin dar un beso ni abrazo a mamá desde febrero porque como paciente oncológica "vaya a ser que le peguemos algo del virus". Y apareció la charla de Sardá con Jordi Évole, y mamá asentía con lo que ella decía del cáncer, que no es una lucha ni batalla ni un lazo ni nada de marketing. Que el cáncer puede curarse, sí, y depende de cuál sea y del estadio, pero cuando llega también es una putada en mayúscula.

El martes nueve me desperté después de pasarme toda la noche llorando en sueños, después de una semana complicada de médicos. Por la noche mamá me dedicó la nueva canción de Pau, para agradecerme cuidarla. Me levanto. Me siento a una sesión de reunión virtual con mi universidad, y la notificación del móvil me dice que Pau se ha muerto. Sustituyo mi imagen de vídeo por una foto en la reunión, porque solo quiero llorar. Y voy a buscar a mamá, pensando cómo decírselo, y mamá ya lo sabía. Le digo a mi editor (y amigo, que me ha aguantado en todas mis veces torcidas por el cáncer) que quiero escribir de Pau. Y luego me arrepiento porque necesito tiempo y no me quiero enfrentar a escribir.

Y voy en tren a Madrid a trabajar. Y veo un Madrid que me hace llorar de solitario y silencioso, y lloro por Pau, pero igual que viene el bajón te dices: "Ana, para". Y respondes lo más amable que puedes mensajes pendientes aunque no tengas ganas. Y dices que estás bien cuando te preguntan, aunque no. En el trabajo, un compañero comparte conmigo que su madre también tiene cáncer de colon. Y hablamos de lo que ha supuesto este confinamiento para los pacientes oncológicos, y conociendo su historia creo que yo no tengo ni razón para quejarme. Y hablamos de la película Truman y esa decisión de no querer seguir con un tratamiento cuando estás sobrepasada por la enfermedad después de muchos intentos. Y compruebas que no estás sola en esto y que alguien te comprende.

Y el viernes se va Rosa María Sardá. Y recordamos su obra de teatro, y recordamos sus palabras del cáncer, y recordamos a Pau otra vez, y hablamos de la revisión, y hablamos de tita. De que todos se han ido y que queda ella. Y deseamos que una semana así termine. Y que se vaya el coronavirus. Y que ojalá, algún día, desaparezca el cáncer.

Más Noticias