Otras miradas

Con dos ovarios

Máximo Pradera

Esta tarde concluye en Aranjuez el IV Encuentro de Cine Libertario. La película Si me borrara el viento lo que yo canto, dirigida por David Trueba, ha sido elegida para clausurar el festival.

Para los que no les suene de nada: se trata de un documental sobre el disco clandestino que Chicho Sánchez Ferlosio grabó en el cuarto de baño de su casa, a instancias de la revista sueca Clarté, en el año 1963. Allí están las grandes canciones políticas de Chicho de aquellos años: desde Los dos gallos a la Balada de Julián Grimau. Canciones que, a diferencia de las de José Manuel Soto, que nacen ya muertas, vivirán para siempre en los corazones de millones de personas. Porque están tan bien escritas que se pueden medir en musicalidad y fuerza poética con las mejores tonadas republicanas de la Guerra Civil. Yo las tengo siempre tan presentes, que no solo las canto en la ducha (para venirme arriba, cuando los franquistas de Vox sueltan alguna de las suyas), sino que las empleo profesionalmente en la radio, en los jingles de humor que grabo desde hace años para A vivir que son dos días. La semana pasada, cuando tuvimos que asistir al patético posado de Ayuso y Sánchez ante las banderitas de los cojones, la Canción de soldados la grabé con esta letra:

Dicen que la patria es
un mástil y una bandera
mi patria son los currantes
que han confinado en Usera

La auténtica estrella del documental es (junto a Chicho, naturalmente), su primera mujer, Ana Guardione. Ella es la mágica Beatrice que nos guía por el peculiar mundo de Chicho, que era, además de un músico de gran talento, un excéntrico de mucho cuidado. Ahí está por ejemplo la anécdota que cuenta el inefable Fernando Sánchez Dragó, de cómo Chicho lo despertó en cierta ocasión, introduciéndole una bicicleta en la cama.

Ana Guardione falleció en febrero de este año (no de coronavirus, sino de cáncer) en una luminosa habitación del Hospital Santa Cristina de Madrid. Luminosa, porque el sol entraba a raudales por la ventana, pero también porque la propia Ana irradiaba siempre luz y sentido del humor por los cuatro costados. Cuando me informaron de que solo le quedaban pocos días de vida, acudí a visitarla con Jesús Munárriz y Joan Losilla, para despedirme de ella como Dios manda. Y una vez más, me sorprendió de Ana, además de su vitalidad innata y su optimismo ontológico, su prodigiosa memoria. Si a mi padre, Javier Pradera, le colgaron el sobrenombre de El Disco Duro de la Transición, Ana Guardione se acordaba con minucioso detalle de todo lo que había vivido contra Franco en los años sesenta. Como si hubiera sucedido ayer.

En el documental cuenta muchas anécdotas chichescas, pero una de mis favoritas se quedó fuera del metraje, supongo que por falta de tiempo. Revela los ovarios que la Guardione le echaba a la vida cuando se las tenía que ver con la policía franquista.

Un tórrido agosto de comienzos de los sesenta en Madrid. Chicho Sánchez Ferlosio acaba de ser operado de apendicitis y yace convalenciente y dolorido en el lecho del dolor.

–¡POM, POM, POM!

Es la policía. La chunga, la de Conesa y Billy el Niño. La brigada político social, que torturaba a veces por simple placer.

–¡Abran a la policía! – dice el esbirro al mando.

Ana Guardione se asoma a la mirilla y con toda su sangre fría dice:

–¿Tienen orden de entrada y registro?

El piso de Chicho y Ana está lleno de papeles comprometedores. Con decir que de esa casa salió Julián Grimau la tarde aciaga en que fue detenido, está dicho todo.

–No tenemos – dice el madero.

–Pues sin orden judicial, aquí no entra ni el Tato – responde la Guardione. Sola ante el peligro, porque Chicho estaba para el arrastre.

El poli se lo piensa dos veces. Puede tirar la puerta abajo, no cabe duda. Pero Chicho es hijo de un exjerarca del Régimen, Rafael Sánchez Mazas, mejor no arriesgarse. Decide ir en busca de la orden judicial.

Lo que sigue es media hora frenética de Ana Guardione, registrando su propia casa en busca de propaganda ilícita. Y sobre todo, de agendas comprometedoras, que puedan poner en peligro a compañeros del PCE. Ana lo mete todo en un salamandra de carbón, que hacía las veces de calefacción individual y enciende la pira.

Cuando vuelve la bofia, la casa es un puto infierno. La calefacción a todo meter, en un día asfixiante de agosto.

Nada más asomar la jeta, el poli se da cuenta de lo que ha ocurrido.

–Vámonos, chicos – dice resignado–, que aquí ya no hay nada que rascar.

Quién sabe cuánta gente no fue torturada ni encarcelada por el indómito coraje de Ana Guardione, aquella tarde asfixiante de agosto en Madrid.

Gracias, Ana, por recordarlo todo. Con pelos y señales.

Y por contárselo después al mundo con tanta gracia.

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