Otras miradas

No es el estado de alarma, es la excepcionalidad rampante de nuestra derecha

Daniel Bernabé

El presidente del Gobierno. Pedro Sánchez, y flanqueado por Carmen Calvo, Nadia Calviño, Pablo Iglesias y Teresa Ribera, durante la reunión del Consejo de Ministros, en el Palacio de la Moncloa. EFE/ Jose Maria Cuadrado Jimenez
El presidente del Gobierno. Pedro Sánchez, y flanqueado por Carmen Calvo, Nadia Calviño, Pablo Iglesias y Teresa Ribera, durante la reunión del Consejo de Ministros, en el Palacio de la Moncloa. EFE/ Jose Maria Cuadrado Jimenez

Ayer fue un día triste o al menos yo lo sentí así. Aunque a nadie le cogió por sorpresa, la declaración de un nuevo estado de alarma fue la constatación de que hemos dilapidado el esfuerzo colectivo con el que se logró frenar la primera ola. Observen el plural, tanto para lo positivo como para lo negativo, tanto para destacar el comportamiento cívico en el confinamiento de la peor primavera de nuestras vidas como para tachar, los meses que restan del verano hasta este día, como poco acertados. Ahora viene lo de siempre, lo económico, lo estructural, pero déjenme que les diga que todos hemos visto y hecho cosas que sabíamos que no se debían hacer. Hay que lucir las condecoraciones cuando toca, también el oprobio.

Otras costumbres simplemente forman parte de nosotros, de esa sociabilidad que por fortuna nos separa de los personajes de novela distópica de mitad del siglo XX, más aún en el sur de Europa. Quizá, viendo el desarrollo de esta segunda ola en todo el continente sólo nos queda asumir, con cierta resignación, que en lo que respecta a nuestras sociedades, hasta la llegada de una vacuna, tan sólo nos queda aceptar un número estructural de contagios y fallecidos soportable. Suena duro, pero casi me resulta más decente que esa pretensión de llamar a esto nueva normalidad, cuando no es más que la constatación de que la inercia neoliberal no se hará un lado por unos cuantos millones de muertos: para Goldman Sachs no somos más que decimales despreciables.

Si algo dará altura de cambio de época a esta pandemia será la incapacidad del   capitalismo neoliberal para mantener unos niveles de crecimiento compatibles con la supervivencia. Cualquier modelo económico que se detiene sufre una crisis, uno basado en la especulación de lo inútil sufre una debacle. Si aquello que se inició bajo las faldas de Thatcher ya estaba tocado desde el 2008, tiene su puntilla con lo que ha pasado en 2020. No es posible revivir a un muerto dos veces con el mismo sortilegio, uno que ya se gastó del todo al quebrar en la década pasada los servicios públicos y provocar una incertidumbre de la que se ha nutrido la ultraderecha. Época de cambios que todo el mundo siente, cambio de época en la que unos pocos volverán a determinar el resultado: viene algo nuevo, no necesariamente mejor.

Si algo nos legó la anterior década fue el irrefrenable ascenso de la democracia y la política, justo cuando algunos situaron a la economía definitivamente fuera del control democrático, justo cuando se utilizó todo un arsenal de trampas para evitar esa renovación de la idea de soberanía popular. No se engañen, el eje de la anterior década no fue lo nuevo contra lo viejo, sino el enfrentamiento entre el sopor del espectador y la ansiedad del actor. Todo aquello tuvo el resultado, que unos juzgarán de titánico y otros de pírrico, objetivamente inusual, de la entrada en el Gobierno de la izquierda más allá del PSOE. Aquello pudo suceder por unos hábiles pactos de investidura, aquello sucedió porque después de diez años de gente normal haciendo política no pudo suceder de otra forma. Claro que hubo un auge de la democracia, que nadie les cuente lo contrario, ni siquiera su desmemoria, su tristeza o su cinismo. Se hizo política en la calle, en los trabajos, en los medios, en las instituciones: por algo tuvieron que sacar una ley mordaza y los de azul les corrieron a hostias de norte a sur y de este a oeste.

¿Y saben por qué vale la pena recordar todo esto, contarlo de esta forma tan poco usual? Porque cuando hablamos de que hay una parte de este país que no ha aceptado aún el resultado de las últimas elecciones generales, lo que estamos diciendo realmente es que no han aceptado lo que hizo posible ese Gobierno: una movilización popular sin precedentes en los últimos cuarenta años. Lo de menos, en el fondo, es hasta dónde puede llegar un Ejecutivo que por frenos tanto externos como internos da para lo que da. Lo que la derecha odia y teme no es tanto a un Sánchez que existe en base a una rebelión indignada del PSOE más plebeyo, o a una Unidas Podemos que les recuerda eso que Karl Kraus definió como lo que le quitaba el sueño a los que predican moral a sus víctimas. Lo que la derecha odia y teme es que alguien saque la conclusión de que la historia todavía dista mucho de llegar a su fin, de que el más insignificante de los ciudadanos, unido a los que son como él, trasciende las necias barreras del yo para provocar cambios dramáticos. Las grandes narraciones pueden tener principios pequeños y titubeantes y eso lo saben mejor los de los sillones de cuero de la Castellana que los que viven con la mitad de un salario.

Por esto, especialmente por esto, desde antes de que el Gobierno se constituyera, se decidió que la experiencia tenía que ser breve, dolorosa y decepcionante. No tanto porque los del Ibex fueran a ver peligrar sus posesiones, sino porque nunca es agradable pensar que esa molestia imprescindible para el negocio llamada clase trabajadora empiece por votar un parlamento y acabe reclamando decidir, realmente, para qué se podría emplear la riqueza nacional. Por eso Pablo Casado, al que algunos llamaban ya la Merkel española tras la moción de los ultras, sentenció en la investidura de enero que el pacto progresista era "un caballo de Troya para meter en el Gobierno de España a los que se han conjurado para destruirla tal y como la conocemos ahora". Por eso Pablo Casado empleó términos como "sacrificarse por España", "llevar al abismo", "dique de contención", "eclipse moral" o "enterrar el orden constitucional". Si empiezas tan fuerte es porque algo te inquieta más que una política fiscal progresiva. Si empiezas tan fuerte a ver cómo levantas luego el pie del acelerador.

Y sí, esto fue en enero, cuando la pandemia era sólo una neumonía de origen desconocido en una lejana y desconocida ciudad china. Lo que vino después, el indecente chalaneo con los ataúdes, las acusaciones de asesinato de masas, el montar la guarimba castiza, el tonteo con periodistas, jueces y guardias civiles díscolos, sólo fue una continuación natural de esa búsqueda de un fin abrupto y premeditado para la coalición de Gobierno. Si meten a Ayuso en la ecuación, la cual, siguiendo la tradición aguirrista, más que apoyar a su jefe codicia su cabellera, se explicarán por qué en España la pandemia ha tenido un hecho diferenciador: ha sido, al margen de su categoría de enfermedad mundial, el escenario perfecto para profundizar sin vergüenza en el descaro destructivo. Aquí tenemos uno de los problemas, uno de los más grandes, por el que las cosas no han salido como hubieran debido salir. Aquí tenemos por qué un tercio del país, en apariencia compuesto por adultos funcionales, piensa que vive bajo una dictadura social-comunista empeñada en destruir España para entregársela a la ETA.

Sí, tenemos un nuevo estado de alarma porque necesitamos frenar la segunda ola antes de que nos arrase. Sí, se salió del primer confinamiento de manera precipitada. Sí, la gestión de las CCAA ha dejado mucho que desear. Sí, el Gobierno ha tardado más de lo debido en coordinar la respuesta. Sí, la inercia neoliberal es una tara para desarrollar un escudo público realmente efectivo. Sí, en los gráficos de contagio siempre se olvidan los trabajos y los trenes. Sí, todo eso es cierto, pero no menos que si el país ha vuelto al estado de alarma, su parte más reaccionaria lleva desde el 8 de enero de 2020 en un levantisco estado de excepción, uno que pospone todo, la economía, la institucionalidad e incluso nuestra salud, tras el objetivo de derribar al Gobierno. Ustedes, esos que construyeron la historia común de esta última década, deben quedar huérfanos de horizontes.

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