Otras miradas

Entre la muerte y los aprendizajes de estos días

Ana Bernal-Triviño

Ana Bernal-Triviño

Un par de escobas apoyadas sobre los nichos del cementerio en Ronda (Málaga). REUTERS/Jon Nazca
Un par de escobas apoyadas sobre los nichos del cementerio en Ronda (Málaga). REUTERS/Jon Nazca

A pocas personas les gusta hablar de la muerte. En los hospitales, y en oncología aún más, se habla mucho sobre ella. A veces en silencio para enfrentarse a ella y, otras veces, con la poca pequeña o cruzando los dedos para alejarla. Quizás esa sensación de querer mantener la muerte lejos y de evitarla es lo que produce que la tengamos cada día delante nuestra y miremos siempre hacia otro lado. A muchas personas solo les preocupa su muerte y, como mucho, la de algunos de los más cercanos. Solo así puede entenderse que cada día haya titulares con personas fallecidas por Covid y se hayan asimilado como una parte más de la rutina, igual que el fallecimiento de ancianas y ancianos en las residencias casi haya pasado al olvido. Se comprende así que las más de mil mujeres asesinadas desde el año 2003 pasen a ser una estadística más, que las muertes por suicidios sigan siendo un tema tabú o que dé igual las personas que mueren o arriesgan sus vidas en pateras.

Estos días leía una conversación en Twitter con la llegada de una patera y una mujer respondía lo típico: "que aquí también estamos mal y que se aguanten en su país". Cuando leo estas cuestiones me acuerdo de las caceroladas de Nuñez de Balboa que llamaban "dictadura" a un estado de alarma constitucional, o de las que ahora dan golpes en la mesa exigiendo estar en los bares hasta las tantas y que nadie fastidie su Navidad. Contrasta, y mucho, que quienes ni siquiera aguantan limitaciones temporales y constitucionales por motivos de salud pública sean los primeros en criticar a "los de las pateras", cuando son los primeros que quieren salir de su comunidad o saltarse las normas sin ser esto una guerra y sin faltarles bienes básicos.

Este año será el primer 1 y 2 de noviembre donde se limpiarán los nichos y lápidas de quienes murieron por Covid, algunos sin poder despedirse. Esos a quienes una parte de responsables políticos, periodistas y ciudadanía parecen que se niegan a ver. Son los mismos que incumplen o incluso se ríen de quienes sí aceptamos las normas. Normas que justo adoptamos para salvarnos no sólo del riesgo de nuestra muerte, sino la de los nuestros y las de todo el mundo. La muerte nos rodea (sin saber si la próxima persona serás tú) y hay quienes insisten en bajarse la mascarilla porque "yo lo valgo", en romper las distancias de seguridad porque "esto es exagerado" y en organizar eventos que sobran en estas circunstancias. Muchas nos mordemos la lengua ante esa panda de imbéciles porque el resto cumplimos no porque nos gusten las normas, sino por protección.

A mí me molesta también la mascarilla y no me la retiro en ningún momento. No se puede llorar con la mascarilla puesta cuando tienes un nudo en la garganta que quieres expulsar en soledad, en la calle, en el metro, en la puerta de un hospital o en un parque, porque además no te puedes tocar ni los ojos para retirarte las lágrimas. No me gusta ir en un tren tres horas asfixiada ni media hora en el metro con ella pero la llevo para no contagiar ni contagiarme. No me gusta no poder abrazar a mis amigas, amigos o compañeros cuando los veo, ni a mis padres o hermanas, o no ver a una de ellas porque vive lejos de mí. No me gusta no quedar con ellos o con familiares en cafeterías o restaurantes. La piel se me irrita con el gel hidroalcohólico, me supera ver espacios como el metro atiborrados mientras nos exigen distancia social y me inquietan las pruebas atrasadas del cáncer de mi madre o saber cuándo estarán las mías. Odio un virus que solo provoca soledad y distanciamiento. Asumo en mi trabajo las conferencias online pero tengo nostalgia de los encuentros y hacer nuevos contactos. Me tiro de los pelos de la cantidad de proyectos profesionales y personales que se me han paralizado. Me irrita el desprecio continuo que se ha hecho a la ciencia, cuando con aires de arrogancia alardeamos de cientos de avances tecnológicos en pleno siglo XXI pero no somos nadie ante un virus. Y me revienta que después de una crisis como la de 2008, que confinó parte de mi juventud, ahora que podía viajar y disfrutar, se me haya frenado gran parte de ese espíritu de vida en seco. Y, a pesar de todo, me siento afortunada de tener trabajo y techo porque hay situaciones infinitamente peores. Esta epidemia ha puesto en evidencia de nuevo que sin lo más básico, techo y comida, no se puede hacer frente a nada.

Hay días que odio no poder hacer la vida normal porque esto no es normalidad, pero no me considero superior a nadie como para saltarme las normas porque yo no estoy sola en el mundo. Mi vida depende y existe porque la del resto de la sociedad también está. Esa panda de insensatos e irresponsables habría que llevarles a pasar un día ayudando sin EPIS y sin mascarilla en la planta de UCI de un hospital, a ver si iban a ser tan valientes. La muerte es inevitable y yo justo, que he tenido tanta enfermedad a mi alrededor, soy una de las personas conscientes de que viene un ictus o un infarto y desaparezco, pero eso no justifica que me exponga ante aquello que es evitable.

Todos nos estamos protegiendo a diario de esa enfermedad que puede ser muerte porque estamos aprendiendo a cómo convivir con ella, porque somos vulnerables. Supongo que la escasa responsabilidad política, la autonegación y esa sensación de superioridad que algunos sostienen provocó pensar que el virus no era para tanto. Lo fue para quienes ya murieron y lo es para los que siguen con órganos dañados o con secuelas, convertidos en enfermos crónicos. Quizás en días como hoy no está de más recordar que aunque no queramos verla ni asumirla, la muerte está ahí más que nunca. Y el cementerio nos puede estar esperando a cualquiera. También a esos imbéciles que se creen intocables e invencibles.

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