Otras miradas

Crisis democrática. Sobre las elecciones en EEUU

Pablo Bustinduy

Carteles de Black Lives Matter, una máscara que representa a Donald Trump, y otros objetos colocados en una valla cerca de la Casa Blanca, en Washington. REUTERS / Tom Brenner
Carteles de Black Lives Matter, una máscara que representa a Donald Trump, y otros objetos colocados en una valla cerca de la Casa Blanca, en Washington. REUTERS / Tom Brenner

Las elecciones estadounidenses dejan al país en una situación límite. La batalla electoral puede durar todavía días o semanas, el resultado deberá en última instancia certificarse en los tribunales, y el país queda dividido en dos mitades que se desafían abiertamente y hoy por hoy parecen difícilmente reconciliables. Cumpliendo con lo anunciado, Trump intenta ejercer presión sobre el proceso de recuento proclamándose vencedor y denunciando un fraude en marcha para robarle la elección. Pero si Trump puede hacerlo, si se ve en la posición de poder lanzar ese órdago inédito en la democracia norteamericana, es porque hasta ahora su estrategia ha salido bien. El resultado republicano es objetivamente bueno, suficiente, al menos en las primeras horas, para lanzar una batalla anunciada desde hace meses. El objetivo de los demócratas era hacer esa estrategia inviable con una serie de victorias en el sur del país que despejaran cualquier duda sobre la nitidez del resultado. Biden está en posición de ganar la presidencia, pero no ha logrado la holgura necesaria para evitar que las elecciones pasen a esta segunda fase de resultado incierto y consecuencias nefastas para la salud del sistema político norteamericano.

Para los demócratas, de hecho, las elecciones suponen una importante demostración de debilidad. La estrategia fallida en 2016 ha vuelto a revelarse insuficiente: Biden ha vuelto a apelar a una gran coalición del sentido común, una alianza de sectores sociales vertebrada en torno al rechazo a Donald Trump y no a un proyecto político claro sobre el país. Ese propósito centrista, de perfil bajo y tonos grises, estaba orientado a construir un gran frente político capaz de captar votos desde los sectores republicanos moderados hasta las minorías y el ala izquierda del país, pero hoy ha vuelto a resultar insuficiente. Incluso si Biden acaba accediendo a la Casa Blanca, lo hará en condiciones precarias, con un resultado muy inferior a lo pronosticado en las encuestas, un proceso electoral en disputa y varias derrotas significativas en Estados donde tenía esperanzas fundadas de ganar, especialmente Texas y Florida.

Igualmente grave es el resultado en algunas de las elecciones para el Senado, que será decisivo para el próximo mandato presidencial. Los demócratas confiaban en recuperar la mayoría de forma clara; su fracaso hace casi imposible aprobar medidas contundentes de estímulo y reconstrucción económica, salud pública o cambio climático. Con la nueva composición del Tribunal Supremo del país, de clara mayoría conservadora tras los últimos nombramientos de Trump, los márgenes de acción política se estrechan todavía más. Incluso si Biden confirma su victoria, el riesgo de una parálisis institucional aleja la posibilidad de una respuesta política ambiciosa a las varias crisis profundas y estructurales que vive el país. Quizá el hecho de que los demócratas no hayan presentado un proyecto claro para hacerles frente haya pesado en ese resultado.

A la espera de confirmar lo que depare el voto por correo y la evolución de la crisis institucional que se cierne sobre el país, al menos otras dos conclusiones parecen claras. La primera es que el trumpismo no es, como quizá se haya querido presentar en algún momento, un fenómeno coyuntural sino un sujeto político real, con una fuerza social y una capacidad de resistencia probadas, construido en torno a un proyecto económico e identitario claro. No se trataba, como quisieron creer los demócratas, de una pesadilla o una disfunción transitoria del sistema cultural norteamericano. Trump ha producido un realineamiento del sistema ideológico en el país que tendrá efectos duraderos y frente al cual la estrategia centrista, la defensa del statu quo y la normalidad -en un momento en el que nadie sabe bien qué quieren decir esas palabras-, es claramente insuficiente. El partido demócrata, como Bernie Sanders y AOC llevan años diciendo, deberá contraponer a ese proyecto político otro igualmente anclado en la realidad social. Otra vez no ha bastado con no ser Trump, y presumiblemente así seguirá siendo en el futuro.

La segunda conclusión es que la fase incierta en la que entra ahora la democracia norteamericana, la polarización creciente de su sociedad y la disfuncionalidad de su sistema político e institucional, tendrán efectos duraderos en el mundo entero. Las contradicciones internas del país seguirán dificultando la recomposición de su posición internacional; el mensaje de orden, identidad y fuerza que encarna Trump seguirá ganando peso en un mundo cada vez más impredecible, más incierto y peligroso. Si Europa necesitaba una señal de las elecciones norteamericanas, la ha recibido alto y claro: el viejo orden transatlántico se fue para no volver. La inestabilidad ha llegado a la globalización para quedarse.

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