Otras miradas

Los mecanismos de perpetuación de la corrupción monárquica

Óscar Barroso Fernández

Profesor de Filosofía en la Universidad de Granada

Óscar Barroso Fernández

El rey Juan Carlos con su hijo Felipe, en la ceremonia de abdicación en el Palacio Real de Madrid, el 18 de junio de 2014. REUTERS/Juan Medina
El rey Juan Carlos con su hijo Felipe, en la ceremonia de abdicación en el Palacio Real de Madrid, el 18 de junio de 2014. REUTERS/Juan Medina

Las graves sospechas de corrupción que envuelven al Rey emérito Juan Carlos I constituyen un escándalo no sólo por la indignación que provoca en la ciudadanía sino también en relación con la propia etimología de la palabra: Skándalon era, en griego antiguo, la "piedra con que se tropieza". Al respecto, la inmoralidad, el desenfreno, la desvergüenza y el mal ejemplo de los monarcas constituyen piedras con las que el pueblo español ha tropezado multitud de veces a lo largo de su historia. Por ello, la corrupción de Juan Carlos puede ser escandalosa, pero en ningún caso sorprendente. Es sólo la punta del iceberg de la corrupción ab orīgine de la institución monárquica.

Situándonos en la historia concreta de la dinastía borbónica, resulta imposible encontrar a un Borbón que se haya mantenido al margen de turbias empresas, desde el negocio de la guerra o el mercado de esclavos, hasta la aceptación de sobornos-regalos por parte de príncipes tan aborrecibles -desde un punto de vista democrático- como los de Arabia Saudí; empresas que les han permitido dar un significado pleno a la expresión popular "vivir a cuerpo de Rey".

Obviamente, para que todo esto ocurriera, tenía que haber un pueblo y un poder político dispuestos a hacerlo posible; un pueblo que asumiera la posición de vasallaje, es decir, de dependencia y fidelidad irracional; y un poder político que se percibiera como cortesano, es decir, adulador y servil sin límites. Esto puede parecer incongruente en el contexto de una democracia representativa, pero lo cierto es que se asienta -utilizando la terminología de Michel Foucault- en un dispositivo que posee una efectiva lógica interna y cuyo resultado es la legitimidad monárquica sancionada por la Ley, sostenida en un mito y reproducida por un rito.

Respecto a la Ley, en el artículo 56 de la Constitución española podemos leer que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Se podría intentar suavizar este ataque a los principios democráticos -asumido vergonzosamente por lo padres constitucionales de tendencia progresista y liberal- matizando el sentido de la inviolabilidad. Así, por ejemplo, el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico afirma que se refiere "generalmente" a "actos ejecutados en el ejercicio de su cargo". Pero lo cierto es que el matiz no aparece en la formulación constitucional de la inviolabilidad del Rey, cosa que sí ocurre en referencia a otros cargos políticos -en el artículo 71 se dice que "los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones"-. Ello significa que, desde el punto de vista legal, las actitudes y acciones escandalosas de los monarcas son absolutamente legítimas: hacer lo necesario para vivir a cuerpo de Rey, por inmoral que sea, está fuera de todo peligro jurídico.

Pero, aunque la Ley deja fuera de peligro legal al monarca de turno, existe una alta probabilidad de que, tras su muerte o singular abdicación, los escándalos de corrupción despierten en el pueblo el ánimo de acabar con la institución monárquica. Precisamente, para evitar tal posibilidad, interviene el mito del doble cuerpo del Rey: por un lado, el cuerpo natural, sujeto a las miserias de la vida, incluida, por supuesto, la corrupción moral; por el otro, el cuerpo metafísico, inmortal y libre de todo pecado, que se transmite a través del sistema jurídico de la sucesión. El engaño está claro: no se trata por tanto de defender al monarca en su finitud, sino a la institución en su impoluta inmortalidad.

Y junto al mito, depurador de la corrupción que podría hacer peligrar la sucesión, encontramos el rito, expresado en la exclamación "¡Viva el Rey!". Un claro ejemplo de lo que el filósofo John Searle llamó "acto de habla": una enunciación-acto que transforma la relación entre los interlocutores y el referente. Por ello, no sólo es expresión de un deseo o muestra de adhesión a la causa monárquica, sino un ritual que permite la renovación inmediata y automática de las relaciones de vasallaje, superando la situación peligrosa, para los intereses monárquicos, que se abre en el momento de la sucesión.

En resumen, la Ley legitima y da cobertura jurídica al abuso monárquico, el mito lo justifica y el rito lo afianza hereditariamente.

La única forma de acabar con este círculo vicioso es atacarlo en todos sus frentes: interrumpiendo el rito, desmintiendo el mito y luchando por la reforma constitucional. Obviamente, habrá gentes y dirigentes, la secta de los reaccionarios, vasallos y cortesanos convencidos, que tratarán de impedirlo. No faltará tampoco, como diría Antonio Machado, el grupo de los pragmáticos que reclamarán una hipócrita prudencia -atendiendo a la inoportuna circunstancia del presente, que aconsejaría dejar "por ahora" las cosas como están-, al mismo tiempo que insistirán en lo útil que ha sido Juan Carlos -intentando incluso convencernos de que sin él no habría democracia-. Se trata, por tanto, de luchar contra la irracionalidad de los reaccionarios y la miseria de los pragmáticos desde una creencia optimista y verdadera: en España somos más los ciudadanos que, rechazando el mito y el rito, exigimos un cambio constitucional para poner fin al atropello borbónico; y también somos más los que pensamos, de nuevo con Machado, que "nadie es más que nadie".

Respecto a los reaccionarios, la lucha es ahora más sencilla, ya que tras décadas de acomplejado silencio, muestran con orgullo unas ideas moralmente superadas y, por lo tanto, fácilmente desmontables. Más complicada es la estrategia respecto de los cortesanos pragmáticos y prudentes que engordan las listas de los partidos políticos supuestamente progresistas y liberales, y que engatusan a la ciudadanía con sus falaces argumentos. Es habitual escuchar en destacados miembros del PSOE que, más allá de sus creencias e ideas personales, deben fidelidad a la Constitución; pero, ¿se puede considerar que hay traición cuando se lucha por poner en marcha una reforma cuyos mecanismos están constitucionalmente amparados? Respecto a los argumentos estrictamente pragmáticos, por supuesto, hay que negarse a traicionar los principios en nombre de la utilidad, pero también es necesario sacar a la luz las falacias que se esconden tras ella. Por ejemplo, ante la insistencia en el peligro de proponer una reforma constitucional en un contexto de amenaza independentista, se puede argumentar que, si según la Constitución el Rey es el "símbolo" de "unidad y permanencia" del Estado, entonces es la propia monarquía corrupta la que puede incentivar los deseos independentistas. En general, ante argumentos resumibles en la idea de que "ahora no es el momento", se trata de hacer valer lo contrario: o asumimos que el momento es ahora o estamos siendo cómplices con un dispositivo que intentará por todos los medios que jamás lo sea.

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