Otras miradas

La anunciada muerte del castellano

Luis Moreno

Profesor Emérito de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Pixabay.
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Y la Lomloe abrió la caja de los truenos.

Voces airadas y rabiosas claman porque la nueva ley orgánica de la educación (y ya van 7 distintas desde la Transición Democrática), no incluya en el texto legislativo que la lengua castellana sea la vehicular educativa en toda España. Para las posiciones más alarmistas ello supondría la muerte anunciada de la lengua de Cervantes en la propia piel de toro. Es decir, el inicio de un proceso irreversible hacia la desaparición del español y hasta del mismo concepto de hispanidad.

El sofisma de la argumentación es que el catalán, el vasco o el gallego también son lenguas españolas. No se trataría pues de un escenario de suma cero, en el que la pérdida de unos equivale a la ganancia de los otros. Bien cierto es que la Constitución de 1978 establece al castellano como lengua española oficial del Estado (art. 3.1). No lo es menos que en seis de las Comunidades Autónomas otras lenguas son reconocidas como cooficiales. Así lo consensuamos como pilar constitucional de nuestra convivencia democrática de hoy.

Conviene recordar que, como bien exponía recientemente Francisco Imbernón con relación al caso de Cataluña, tras 37 años de inmersión lingüística, no hay nadie en el Principado Cataluña que no sepa y domine el castellano. Recuérdese que según dice la propia ley (LEC) catalana de 2009: "todos los niños de Catalunya, cualquiera que sea su lengua habitual al iniciar la enseñanza, deben poder utilizar normal y correctamente el catalán y el castellano al final de sus estudios básicos".

No cabe la menor duda de la importancia que el castellano juega en la identidad nacional de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Los 47 millones de españoles lo tenemos como lengua oficial. Pero en la cuarta parte de los territorios que conforman el país se encuentran también las lenguas españolas vernáculas locales: Catalá (Catalunya-Cataluña, València-Valencia, Illes Balears-Islas Baleares, Franja de Aragón – Franja de Ponent); Galego (Galiza-Galicia); y Euskera (Euskadi-País Vasco, Nafarroa-Navarra).

Más allá de su consideración como lenguas vernáculas cooficiales existen otros dialectos que muestran la gran diversidad interna en España. Además de la variedad lingüística del romaní hablado por el pueblo gitano, pueden mencionarse los siguientes. aragonés, leonés, bable, andaluz, canario, extremeño, murciano y aquellos que provienen del árabe.

Lo más cierto y más verdadero sobre el tema de la lengua es que está –y lo seguirá estando-- altamente politizado y seguirá utilizándose como arma arrojadiza en la pugna electoral por las poltronas. Y es que es el único marcador cultural diverso en suelo ibérico, o hecho diferencial como reclaman partidos regionalistas y nacionalistas. A diferencia de otros países de composición plural, y según lo teorizado por Fredrik Barth, los otros marcadores culturales más intratables en el desarrollo de la relaciones de convivencia democrática no son aplicables directamente al caso español (raza o religión, pongamos por caso, como ilustró dramáticamente el caso de la ex Yugoslavia). Las aspiraciones políticas de las Comunidades Autónomas se articulan fundamentalmente en torno a las interpretaciones históricas propias, y son potenciadas legítimamente si existen lenguas vernáculas diferentes al castellano.

Pero los españoles no están marcados a fuego por su lugar de origen o residencia. En realidad, cualquier persona nacida en cualquier rincón de España puede asumir la lengua vernácula e identificarse con el territorio de adopción pese a su origen familiar o sus antecedentes ancestrales.

Resultará entonces que el castellano va camino de una lenta agonía por su menor incidencia internacional. ¿Es así?

Internacionalmente el Spanish (como es conocido en el resto del mundo) es la lengua nativa más hablada en todo el mundo. Según datos compilados para una presentación que realicé en Lafayette College (Pennsylvania) hace un par de años, eran 406 millones los nativos castellanoparlantes, en contraste con los 335 millones de angloparlantes. Naturalmente si se tiene en cuenta a quienes tienen el English como como primera o segunda lengua de uso las cifras cambiaban sustancialmente: 1.500 millones (English) por 560 (Spanish). Conviene no confundir los anteriores datos con el número de quienes utilizan lenguas suprarregionales, según la clasificación de los lingüistas (básicamente dentro de un mismo país) El caso del chino Mandarín destaca con un número total de 1.345 millones.

Así, pues, tampoco parece que castellano pueda vislumbrar un ocaso ineluctable en el mundo después de la aprobación de la Lomloe.

Ciertamente tanto el castellano como el inglés son lenguas vehiculares universales. Por fortuna son legión los jóvenes que han aprendido el uso de la lengua de Chaucer, bien sea por su utilidad en la jerga que inunda las comunicaciones telemáticas hoy en día, o como recurso para sus futuras expectativas profesionales. Mi propia educación vehicular de postgrado en el Reino Unido (merced a una beca del Ministerio de Educación concedida hace 40 años) me ha facilitado desde entonces redactar y publicar un mayor número de textos académicos en inglés que en mi lengua madre.

Mal que les pese, bien harían nuestros políticos, incluso aquellos más jóvenes que desprecian los acuerdos constitucionales de 1978, en reivindicar con gratitud y orgullo la buena salud de nuestras lenguas españolas. Y no solo la de nuestro ingenioso caballero andante Alonso Quijano.

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