Otras miradas

Respiramos un holocausto interminable

Javier López Astilleros

Pixabay.
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Los gases contaminados que respiramos no son los de hoy, sino el cúmulo de los execrados en el pasado más el tiempo presente. La polución esconde un misterio. Pasa desapercibida, hasta que la vista se alza sobre el horizonte donde se concentran los humos. Igual sucede con las bolsas de basura; desaparecen una vez alcanzan el contenedor. La realidad es que el dióxido de carbono sigue en la atmósfera durante siglos, al menos desde que Watt inventó la máquina de vapor.

Respiramos un holocausto interminable de la naturaleza, convertida en una furiosa abstracción. Un cúmulo de combustiones procedentes de las entrañas de la tierra formada por una masa vegetal ingente, cuya energía permite vacacionar hasta en las antípodas.

Hace décadas que millones de personas fuera de contexto colonizan los vergeles. Los combustibles fósiles permiten estos saltos fascinantes en el espacio-tiempo. Para ello es necesario prender con furia ese caldo de origen orgánico formado con infinita paciencia durante millones de años, aunque devorado en tan solo unas centurias gracias a los capos de un capitalismo depredador.

Sería fácil detenerse en el humo del carbón y el petróleo, pero la clave del desastre está en el ciudadano/a, convertido en un sujeto pasivo ante un mercado absurdo. El dejar hacer de Smith es fiar al caos unos recursos prestados.

Esta radical explotación de la naturaleza crea escepticismo. Si bien las tesis de Malthus son falsas, subsiste el pesimismo de que somos demasiadosCuando las urbes alcanzan el paroxismo, solo queda reconstruir el pasado con fidelidad e imitar la vida rural. Respirar el aire limpio sin que dañe los pulmones su pureza. Resta entonces un mundo de perennes alternativas: medicina, monedas, educación; un espacio ruralizado sin feudos ni vasallos, en medio de una tecnología salvaje y devoradora de horas.

Georgescu Rohen ya señaló la solución. El decrecimiento económico como solución ante la ruina del medio que habitamos. Y se puede hacer de muchos modos sin volver a la caverna. Es cierto que llegar a un consenso político con el objetivo de disminuir la producción y la codicia parece imposible, porque se anunciaría como la auténtica extinción del ser-consumidor.

Una extraña sensación queda tras el tópico "salvemos el planeta". ¿No es mejor dejarlo así, que fenezca bajo el deseo irrefrenable? Seguro que hay Tierras impolutas, prístinas, parecidas a la que habitamos y dispuestas para el recreo.

No solo el dióxido de carbono permanece en el aire durante varias generaciones. También los químicos y los transgénicos se acomodan en las células humanas. Los pesticidas que sirvieron para las guerras pueblan los torrentes sanguíneos de ciudadanos cultos como los europeos. En el brillante documental ¿Cuánto ensuciamos cuando limpiamos? (Patrick D. Coheh, 2018) muestra la verdadera huella que dejan las grandes corporaciones como Monsanto (hoy parte de Bayer, la mayor agroquímica del mundo) y cómo funcionan los lobbies en Bruselas. Esa es la clave. Una guerra, una cadena de montaje, un nuevo mundo de ingenieros pretenciosos, y cuando la paz llega, solo hay que dosificar esos materiales mortíferos para domesticar la naturaleza humana y vegetal. Ahí está el cáncer.

Responsabilizar a los ciudadanos es demagogia, porque los representantes políticos de la salud pública no toman decisiones valientes. El ecocidio es ya una marca sobre el conjunto de los cuerpos de los niños y las niñas nacidos o por nacer.

Las plagas clásicas eran intermitentes, pero cuando la peste perdura en la sangre, en los ríos, y flota silenciosa en el aire durante centurias, es que algo está definitivamente roto.

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