Otras miradas

Mártires de la jauría mediática

Máximo Pradera

Enseguida les daré mi opinión sobre las dimisiones de los saltacolas de la vacuna. Soy un gran experto en la materia. No porque yo las haya practicado (a mí me suelen echar de los sitios, por tocapelotas), sino porque soy hijo de un dimitidor profesional.

Javier Pradera dimitió del PCE en los años 60, en solidaridad con Fernando Claudín y Jorge Semprún, los cabeza de chorlito depurados por Carrillo y Pasionaria.
–Más vale estar equivocado dentro del partido que tener razón fuera de él – les había dicho el Secretario General.
–Pues con tu pan te lo comas – le respondieron los herejes.

Dimitió también de su puesto como Jefe de Opinión de El País en febrero de 1986. Los lectores más fanatizados no entendían cómo había podido comprometer la independencia del periódico, firmando un manifiesto a favor del SÍ a la OTAN, es decir, a favor del Gobierno. En realidad dimitió para darle en la cresta a Cebrián, que lo trató en aquella crisis como si fuera un plumilla de la redacción, en vez del alma del periódico.

Y volvió a dimitir en el año 2000 del Consejo de Administración de Prisa, en desacuerdo (otra vez) con la decisión de Juan Luis Cebrián (la sardinilla de Wall Street, como lo bautizó Maruja Torres) de sacar El País a bolsa. Eso sí que podía y pudo comprometer la independencia del periódico.

Por tanto, soy perfectamente consciente de que dimitir no es un nombre ruso, sino un verbo español que conjugamos muy mal y estoy al tanto de en qué circunstancias procede anunciar la propia dimisión y (casi tan importante como la renuncia en sí) cómo se fundamenta la misma ante la opinión pública.

En esencia, la dimisión es uno de los grandes recursos morales de las personas íntegras. Es decir, que un corrupto no puede dimitir (no es creíble en él ese gesto). Porque la integridad es el coraje moral para no ceder ni ante la amenaza, ni ante el soborno.

Tomás Moro es quizá el ejemplo más conocido allende nuestras fronteras de gran dimisionario moral. Es bien sabido que su negativa a complacer los deseos de Enrique VIII, en su divorcio de Catalina de Aragón y posteriores nupcias con Ana Bolena, acabó costándole la cabeza.

En España, un ejemplo que nos llena (como diría aquel) de orgullo y satisfacción es el de Nicolás Salmerón, que prefirió renunciar a la poltrona de Presidente del Gobierno durante la Primera República antes que firmar unas condenas de muerte con las que no estaba de acuerdo.

Una persona íntegra es muy incómoda en una estructura de poder, porque sabes que no podrás amenazarla, ni comprarla para que se someta a tus deseos. Te dirá siempre lo que piensa, no lo que quieres oír. Por eso Pedro Sánchez, político mediocre donde los haya, ha elegido como hombre de confianza a un individuo sin principios. Quiere estar cómodo. Iván Redondo, autor del eslogan electoral más xenófobo de la democracia (Limpiando Badalona), encarna como nadie ese tipo de individuos a los que ridiculizó Groucho Marx con la frase: estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros. El secretario de Estado no es más que un pistolero a sueldo.

Mi padre (que era indoblegable), solía contar entre divertido y escandalizado como en El País, los esbirros de Cebrián (tal vez una de las personas más autoritarias que conozco) no solo se habían resignado a darle la razón hasta en sus decisiones más arbitrarias, sino que trataban de anticiparse a esos delirios, para ganar puntos ante él. De tal forma que si luego lo decidido por Cebrián no correspondía a lo que ellos habían previsto, podían llegar a tener un serio conflicto con su jefe, por lo que podríamos llamar un exceso de abyección. Se rebajaban tanto en la adulación que el tiro les salía a veces por la culata.

Vienen a cuento estos ejemplos de falta de integridad para hablar de las dimisiones de altos cargos cuando les han pillado saltándose la cola de la vacuna. Tanto reproche social merece el acto en sí como el hecho de que se intente hacer pasar su destitución por una dimisión.

Aquí hay dos cuestiones en juego. La principal, por supuesto, es la sanitaria. Una serie de jetas (encabezados por el Fiscal de Castellón, cuya mujer se llevó un lote de vacunas a casa), han puesto en peligro la vida de personas más vulnerables (un anciano, un sanitario, un gran dependiente) para ponerse ellos a salvo. Poca broma. Con la escasez de vacunas que empieza a haber, no es descartable que su abuso le pueda mañana costar la vida a un semejante. Ya he propuesto en Twitter que la condición para que les pinchen la segunda dosis es que tengan un cara a cara con sus víctimas y les pidan perdón.

La segunda cuestión es de orden ético–cívica. A todas las personas que han sido apartadas de sus cargos por abusar y saltarse la cola se les ha permitido aparecer como dimisionarias. Se les ha permitido quedar bien ante la sociedad, porque ya hemos dicho que la dimisión es el gran gesto de la persona íntegra. Me resulta inaceptable. Esto habla tan mal del corrupto como de su jefe. ¿Qué es eso de que Dolores Delgado, Fiscal General del Estado, le acepte la dimisión al Fiscal de Castellón? ¿A qué altura de qué betún queda el noble acto de la dimisión si encubre una destitución?

Si un alto cargo, antes de que se sepa que se ha puesto la vacuna, siente remordimiento de conciencia y confiesa voluntariamente su abuso, se le puede permitir que dimita. ¿Pero dimitir después de que le han pillao con el carrito del helao? ¿Y encima sin reconocer culpa alguna? Todos los dimisionarios de la vacuna anuncian que se van con la conciencia limpia, inmolándose por una causa superior. Es decir, que encima nos tenemos que comer el insultante espectáculo de que se presenten como mártires. El mentiroso de Máxim Huerta, en su día, llegó a hablar de la prensa como de jauría y dijo que se iba para no romper el proyecto Sánchez. Y Sánchez le permitió que se fuera con la cabeza bien alta.

Si han llegado hasta aquí, se imaginarán cuál es mi propuesta ¿no? Todo aquel político que, por templar gaitas con el corrupto de turno, no se atreva a destituirlo de forma fulminante y le deje aparecer en público como víctima de una prensa linchadora y farisea, debe a su vez dimitir. Porque si no vales para ponerte rojo una vez ante el abuso, es que vivirás siempre en amarillo. Y para amarillo ya tenemos más que suficiente con el último grito de test Covid que nos llega de China: la prueba anal.

Que se la metan por dónde les quepa.

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