Otras miradas

Shoah y foibe, resignificar el pasado

Luis Moreno

Profesor Emérito de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

El nacionalismo ha sido asociado con el peor episodio de la historia humana, la Shoah o Holocausto. Pese a su reclamo o génesis legitimador, el nacionalismo puede conducir a situaciones y resultados altamente contradictorios con los principios y las prácticas democráticas. El nacionalismo apela al poder político e involucra necesariamente mecanismos de diferenciación y de exclusión. El ejercicio del poder en un contexto nacionalista y el deseo de diferenciarse unas comunidades de otras suele potenciar tipos diversos de referencias o marcadores culturales (ascendencia, lengua o religión, pongamos por caso), los cuales propician --aunque no necesariamente-- intolerancia y/o conflicto.

Hoy en Europa algunas fuerzas políticas siguen negando la existencia de la Shoah. En España, herederos del falangismo, ibérica variante del nazismo alemán y fascismo italiano, ensalzan el antisemitismo franquista. Cierto es que no todos los colaboradores de la hidra nazi-fascista en España, ni de aquellos voluntarios de la División Azul que murieron en los campos de batalla de la ‘eterna’ Rusia, eran falangistas. Los había antirrepublicanos, anticomunistas y, en mucha menor medida, ideologizados antisemitas que identificaban a los judíos como responsables de los males del mundo.

A los países europeos les sigue costando asumir sus responsabilidades respecto a la Shoah. Francia, por ejemplo, no admitió públicamente hasta 1995 su culpabilidad en la deportación de judíos a los campos de exterminio. Holanda, Bélgica o Ucrania también han ‘escurrido el bulto’ de su colaboracionismo antisemita con los ocupantes alemanes. En el caso de Italia se contraponen y resignifican otros terribles eventos.

Todos los años por estas fechas (Giorno del Ricordo) los telediarios italianos destacan la rememoración de los sucesos acaecidos en las foibe (dolinas), espeluznante episodio que implicó la muerte de miles de personas asesinadas por las fuerzas partisanas del General Tito al final de la Segunda Guerra Mundial. Las víctimas fueron empujadas vivas a su muerte segura en las grietas y precipicios del Carso, ahora territorio principalmente esloveno. Aún hoy se siguen recuperando restos de los fallecidos. En 1947, con el Tratado de París, Istria, Fiume y Dalmacia pasaron a ser territorios de la ex Yugoslavia. Con el subsiguiente éxodo istraiano-dálmato de los italianos asentados en aquellas zonas se consumó un caso de ‘limpieza étnica’, antecedente de las realizadas como consecuencia de las guerras yugoslavas durante 1991 y 2001.

Las foibe fueron un terrible episodio que todavía permanece en el imaginario colectivo de muchos italianos y cuya resignificación causa no poca desazón popular en el país transalpino. Naturalmente, es una más entre las atrocidades humanas provocadas por las grandes guerras del siglo XX en el Viejo Continente. Pero no alcanza la magnitud de la Shoah, el holocausto que causó la muerte de seis millones de judíos. Y en este infame episodio universal los fascistas italianos tuvieron una contribución directa e inocultable. Fuerzas militares del fascismo que habían gozado del apoyo de la sociedad italiana (una mayoría de dos tercios en las elecciones de 1924) participaron activamente en las grandes batallas de la II Guerra Mundial, incluida su derrota en Stalingrado, decisiva para el fin del nazismo en Europa. Su participación en la Guerra civil española ha quedado suficientemente documentada.

Como sucede con las foibe, en Italia también se recuerda a las víctimas de la Shoah en el ‘Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto’. Aún subsumida de alguna manera en la repulsa general por el horror auspiciado por los nazis, es justo que se explique en las escuelas cómo el fascismo italiano contribuyó a la barbarie antisemítica. Recuérdense las infames Leyes Raciales promulgadas por Vittorio Emanuele III en 1938, tras su aprobación en el Parlamento controlado por los fascistas, y en las que se discriminaba contra las personas de religión judía. Entre otras provisiones se establecía, por ejemplo, la prohibición de usar textos escolares en cuya redacción hubiese participado de alguna manera un judío.

En nuestro actual mundo global, el pasado más que resignificarse se reconstruye con insolencia y manipulación. El caso de QAnon y el trumpismo ha evidenciado las posibilidades de aprovechar la interpretación de los eventos pretéritos para distorsionar la realidad presente y pugnar por el poder y la hegemonía política futura. Dicho palmariamente, el pasado no se ‘re-significa’. Se reconstruye en la confección de nuevos discursos que pretenden aprovechar falsedades históricas para obtener réditos políticos. Siempre debemos contextualizar y tener en cuenta la dimensión temporal. Y es que nos hallamos inmersos en una época de sobredimensionamiento comunicacional. (Casi) todo depende del discurso y ahí es donde se producen las mayores distorsiones propagadas ad infinitum por el alcance de las redes sociales.

El significado se funde entre tantos comunicados y las gentes compran sus verdades prêt-à-porter. Ni siquiera la ‘alta costura’ en las formulaciones de las narraciones causales se prodiga en las comunidades epistemológicas de los sabios. Nos debería importar, ante y por encima de otras consideraciones, empezar por la base de la educación, sin evitar recurrir a la vía judicial cuando proceda prevenir y condenar exageraciones, fake news, mentiras y, en suma, noticias sin soporte en la evidencia. Como bien nos ha recordado el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas, recurramos a la instrucción en nuestras escuelas e institutos para explicar lo que fue el Holocausto y el siglo XX europeo.

Inventar historias para dotar de sentido a la existencia es una práctica consustancial al género humano. Como lo es la existencia del mal. No todo está determinado por la circunstancia circundante, ni por los condicionamientos en nuestra vida como seres sociales. El maestro de sociólogos, Salvador Giner, ya nos recordaba en sus trabajos sobre la sociodicea los efectos que la monótona repetición de la ideología del «daño necesario» ha impuesto en no pocos movimientos políticos. Baste aludir, a modo de trágico episodio, cómo el régimen de los Khmer Rouge, encabezado por el tirano Pol Pot, en Camboya, quiso corregir los males que asolaban el país torturando y asesinando de entre uno y tres millones de seres humanos.

Educación, pues, para saber más y mejor de los contextos desarrollados en el pasado y evitar el mal futuro.

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