Otras miradas

Patentes de vida y muerte

Luis Moreno

Profesor Emérito de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC).

Viales vacíos de la vacuna de Pfizer-BioNTech contra la covid-19, en una bandeja en un centro de vacunación en Niza (Francia). REUTERS/Eric Gaillard
Viales vacíos de la vacuna de Pfizer-BioNTech contra la covid-19, en una bandeja en un centro de vacunación en Niza (Francia). REUTERS/Eric Gaillard

Hace ahora un año los países europeos más golpeados inicialmente por el COVID19 se confinaron domiciliarmente (Italia, España). Los ciudadanos que vivían en las residencias de mayores murieron en los subsiguientes meses a miles. En muchos casos lo hicieron en la más despiada soledad y en un modo estadístico desproporcionado respecto a otros grupos de edad (véase, entre otros, el informe elaborado en el proyecto internacional McCovid19).

Causa no poca perplejidad que los dos países representativos del bienestar familista hayan maltratado a sus mayores. Precisamente ha sucedido en sociedades que han situado reiteradamente a la familia como la institución más importante en sus vidas (véase la serie del CIS, Centro de Investigaciones Sociológicas, estudios 2450 y posteriores). En el conjunto de Europa, son los mayores el grupo demográfico que concita el acuerdo mayoritario de cuidados en todos los países.

Sucede, sin embargo, que consecuencia del torticero dilema entre salud de los mayores y actividad económica, según los planteamientos eugenésicos --conscientes o inconscientes-- de algunos representantes políticos, los que han sufrido un ‘exceso’ de muertes han sido nuestros mayores. ¿Conocen Udes. a algún ciudadano que haya muerto de hambre por carencia de comestibles durante este último año?

Hasta ahora nuestras atenciones y cuidados a la Tercera Edad han estado altamente legitimados al formar parte de nuestra filosofía de vida y nuestros valores civilizatorios. ¿Volverá a ser así cuando la vacuna -- única solución para acabar con la pandemia-- se generalice? Depende ello de superar las dificultades que bien apuntaba mi colega Vicenç Navarro en las páginas de este diario digital respecto al grave problema que confronta la UE por la falta de vacunas.

El asunto de las patentes de las farmacéuticas para producir vacunas posee una perspectiva de legitimidad legal que poco se cuestiona. En el caso que nos ocupa, su legitimidad moral es mucho más cuestionable. Según el redactor de estas líneas la salud pública debería primar sobre cualquier otra consideración en esta devastadora y transversal crisis de emergencia sanitaria mundial del COVID19.

Pese a sus diversas características e implicaciones, el caso de la epidemia AIDS/HIV (SIDA) en la República Sudafricana ilustra hasta que punto una situación de emergencia sanitaria pudo ‘conciliar’ los intereses de rentabilidad de las grandes farmacéuticas con la salud pública. Recuérdese que entre 2000 y 2005 murieron en Sudáfrica 330.000 personas a causa de la epidemia del virus de inmunodeficiencia humana. A finales de 2001 las Naciones Unidas informaron que más de 25 millones de personas en el mundo eran víctimas del AIDS/HIV, y que en 2000 habían fallecido 2,4 millones.

El coste del tratamiento por retrovirales varía enormemente dependiendo del país de residencia del enfermo. En los EEUU el fármaco ibalizumab-uiyk (Trogarzo), por ejemplo, se puede recibir mediante una inyección mensual que cuesta 9.000 dólares. Algunas medicinas cuestan menos que otras, naturalmente. Y las genéricas muchos menos.

Merced a la presión popular, las industrias farmacéuticas tuvieron que plegarse a las demandas sudafricanas que habían recurrido a la importación de fármacos anti-SIDA más baratos. Atrás quedaban las alucinantes alegaciones anti-negacionistas del Presidente Mbeki, muy en la línea de los actuales apóstoles antivacunas.

En 1998 las casi 40 compañías farmacéuticas que habían denunciado a Sudáfrica aceptaron que el gobierno comprase fármacos comercializados al precio más económico disponible en cualquier país del mundo, y a la vez que facilitaban la difusión de genéricos. Durante los tres años que duró la tenaz lucha legal, la línea argumental de las farmacéuticas era que el no respeto a las patentes y a los reglamentos legales internacionales ponían en riesgo sus negocios, en los cuales tanta inversión habían realizado (como sería ahora el argumentario respecto a la COVID19).

Según los activistas que pugnaron en la larga batalla legal, el aspecto que más ayudó en sus campañas fue el relativo a la ‘mala publicidad’ que generaba en la imagen de codicia desplegadas por las empresas farmacéuticas. Estas aparecían como refractarias al objetivo de mantener sanas a las gentes. Pese a la disponibilidad posterior más ‘barata’ de los fármacos anti-SIDA, la tasa de prevalencia para toda la población sudafricana entre 15-49 años era en 2018 del 19%, manteniéndose como la más alta en todo el mundo.

Como contraste, considérese que las ganancias que reporta la comercialización de la Viagra de Pfizer, uno de los productores de la vacuna del COVID19, llegó a alcanzar los 2.000 millones de dólares estadunidenses en 2012. Posteriormente las ventas cayeron sustancialmente como consecuencia de la pérdida de la patente. No obstante, en 2019 las ventas alcanzaron los 500 millones de dólares.

Otro de los argumentos clásicos utilizados por la industria farmacéutica para imponer sus precios en un mercado ‘libre’ es el relativo al retorno justo de sus inversiones, muchas de ellas en capital humano y de investigaciones de alto coste no siempre recuperables. Cierto es que las patentes procuran un ‘colchón de rentabilidad’ que compensa los desembolsos previos no siempre generalizables a otros productos de baja o nula comercialización. Pero en nuestro Viejo Continente, y según las asunciones de nuestro Modelo Social Europeo, buena parte de los gastos más onerosos de inversión se corresponden con el pago de formación y sueldos de investigadores. Y esto va principalmente a cargo de los Estados. La investigación que ha desembocado en la patente antiviral se ha financiado fundamentalmente con inyecciones de dinero público.

Valga un ejemplo ilustrativo. Sería el caso de un investigador científico que haya dedicado 40 años de su actividad científica en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, máximo organismo de investigación en España y séptima institución pública mundial de investigación). Durante este período habrá recibido –grosso modo y aplicando el corrector del coste de vida/inflación para hacer más entendible la cifra a precios corrientes de hoy-- alrededor de 2,5 millones de euros. Esos dineros, ¿son tenidos en incluidos en las cuentas de resultados de las farmacéuticas que contratan con sueldo más ‘competitivos’ a los investigadores ya formados en el sector público?

A Mario Draghi, actual presidente del consejo de ministros italiano, al que se le pasa revista inquisitorial por su pasado como banquero (whatever it takes), su decisión ejecutiva respecto al embargo de las dosis producidas por AstraZeneca en Italia es ejemplar. Resulta que la compañía de matriz inglesa que nutre a discreción la campaña de vacunación en el Reino Unido, pretendía ‘exportar’ a Australia dosis elaboradas en el país transalpino. Mientras, los países de la UE confrontan dificultades de suministro para hacer frente al objetivo de alcanzar la ‘inmunidad de rebaño’ para verano. Su acción muestra una clarividencia y dignidad políticas encomiables.

Porque las patentes lo son tanto para la vida como para la muerte, precisamente en una región mundial como la UE que paga por las dosis vacunales su precio en ‘oro’. Otras zonas del planeta no se puede permitir esos precios, o si lo hacen –que lo están haciendo-- es a costa de su propio desarrollo económico. ¿Puede el bien común de nuestras sociedades condicionar el crecimiento capitalista ilimitado y, en nuestro caso, la avidez sin freno de las industrias farmacéuticas tras el escudo de las patentes?

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