Otras miradas

El problema que no tiene nombre en 2021

Laura Berja

Portavoz de Igualdad del Grupo Parlamentario Socialista y diputada por Jaén

En 1963 Betty Friedan publicaba La mística de la feminidad. La escritora estadounidense entrevistó a más de 200 mujeres sobre los problemas que tenían y el grado de satisfacción que sentían con su vida. La conclusión que la autora extraía de este estudio es que "existía una extraña discrepancia entre la realidad de nuestras vidas como mujeres y la imagen a la que estaban tratando de amoldarnos", la imagen que Betty Friedan dio en llamar "la mística de la feminidad".

Por aquel entonces Friedan, que tenía tres hijos y reflexionaba desde su propia experiencia vital, describía que la mística de la feminidad era la idea de éxito impuesta a las mujeres y según la autora esta idea consistía en ser una feliz ama de casa; las mujeres se desvivían por ser lo suficientemente femeninas y se frustraban por no serlo.

La vida de las mujeres de los 50 en Estados Unidos tenía un destino común. Tras casarse, sus jefes las echaban del trabajo, cuando lo tenían, y su destino era ocuparse de los niños, la cocina y el marido, eso sí siempre perfectas. Esta vida de supuesto ensueño que les era asignada y que fomentaban las revistas para mujeres, la publicidad o incluso los libros de autoayuda, les hacía sufrir un malestar no conocido, un malestar que ni los médicos entendían y que Betty Friedan definió con mucha pericia, el "problema que no tiene nombre".

En 2021 todo ha cambiado de forma que nada ha cambiado tanto. A las mujeres se les receta cinco veces más antidepresivos que a los hombres y el doble de ansiolíticos. Así lo afirma Carmen Valls, la médica especialista en endocrinología y medicina con perspectiva de género, que nos explica que las mujeres no están estresadas porque sean más propensas, por razones biológicas no lo son, sino porque cargan con el doble del trabajo. Como Valls concluye, "no es un tema biológico, es un tema social", una de las ideas que desarrolla en su ensayo Mujeres invisibles para la medicina (2006, ampliado en la edición de 2020).

Los estudios en Suecia de Marian Frankenhauser y Ulf Lundberg en los años 90 demostraron que las mujeres sufren más niveles de estrés en relación al trabajo no remunerado que al remunerado. Midieron la tensión arterial y el nivel de hormonas suprarrenales de ejecutivas y ejecutivos tanto en el puesto de trabajo como durante las horas en las que estaban en casa y la conclusión a la que llegaron es que al llegar a casa, la tensión arterial y la secreción de adrenalina de las mujeres aumentaban, mientras que ambas disminuían entre los hombres.

Las tareas domésticas, el cuidado de niños, niñas, personas mayores o personas dependientes, la organización que precisa intentar compatibilizar la vida laboral y la personal sin morir en el intento, son elementos que propician que las mujeres tengan altos niveles de cansancio y de malestar.

Para intentar sanarlas se les receta ansiolíticos o antidepresivos sin incidir en el origen del problema, la desigualdad. Parece que para quienes echan cuentas, curar la desigualdad es menos rentable porque lo que está en juego es la perdida de los privilegios, los de aquellos que descansan en el sillón mientras las mujeres les preparan la cena.

El estudio Consumo de hipnosedantes. Análisis histórico desde la perspectiva de género publicado en 2016 y realizado por la Fundación Atenea, concluye que "desde que se tienen datos, las mujeres han sido las mayores consumidoras de hipnosedantes y psicofármacos" y que "esto se debe a varios factores, la mayoría están directamente relacionados con el género" entre los principales se encuentran "los estereotipos de género, o el cómo son percibidas y pensadas las mujeres". El informe es claro en sentenciar que "tanto los mandatos, como los roles y los estereotipos conjugados con el androcentrismo en la ciencia y la medicina, provoca que las mujeres tengan más consumo de hipnosedantes". Una de las frases de las conclusiones de este informe que me parece más clasificadora es la que afirma que "a las mujeres se les prescribe más psicofármacos porque se comportan como mujeres".

Por lo tanto, en plena tercera década del siglo XXI el "malestar que no tiene nombre" y que sufren las mujeres sigue tan vigente como cuando a finales de los cincuenta Betty Friedan hizo sus investigaciones.

La versión renovada de la mística de la feminidad que publicitaban las revistas de los 50 en Estados Unidos tiene nuevas páginas en la aparentemente progresista idealización de los cuidados de nuestros días. Esta acción romantizadora pasa por fomentar la idea de que el feminismo es cuidar o que los cuidados deben estar en el centro de la agenda pública, en lugar de que el centro de la agenda lo ocupen la lucha contra la precariedad laboral del empleo de las mujeres, la ampliación del estado del bienestar con la universalización de la etapa infantil de 0 a tres años, o la apelación al papel de los varones en la cuestión de los cuidados.

Los roles y estereotipos sexistas condenan a las mujeres a la infelicidad y al deterioro de su salud. Las mujeres están cansadas de cuidar y mucho más en las condiciones en las que lo hacen. Por la dificultad en el acceso a los recursos públicos en el medio rural, esta situación se recrudece para las mujeres que viven en los pueblos. No solo Teruel existe, las mujeres de Teruel también.

En la actualidad a la buena esposa y a la buena madre se le suma la buena empleada y a poder ser siempre perfecta. Así no hay quien aguante. El deterioro de la salud mental de las mujeres es un indicador significativo del incremento de la desigualdad. La educación en igualdad y la política feminista son las dos dosis de la única vacuna efectiva para acabar con el malestar al que ya les hemos puesto nombre, el machismo y la violencia contra las mujeres.

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