Otras miradas

México bronco e impune

César G. Calero

México bronco e impune
Estudiantes, docentes y activistas participan en la 'Marcha por la Paz y la Justicia' exigiendo justicia al gobierno mexicano por el caso de tres hermanos Ana Karen, Luis Ángel y José Alberto González que fueron encontrados muertos tras ser secuestrados de su domicilio por un grupo armado , en Guadalajara, estado de Jalisco, México, el 11 de mayo de 2021.
ULISES RUIZ / AFP

A Luis Donaldo Colosio lo mataron en un mitin electoral en Tijuana el 23 de marzo de 1994. Alguien se abrió paso entre la multitud y le disparó en la cabeza. El supuesto asesino, Mario Aburto, está preso desde entonces. La versión oficial lo señala como único responsable del crimen, aunque a lo largo de los años han surgido hipótesis sobre la implicación de altas esferas del poder y carteles del narcotráfico. El magnicidio -Colosio era el candidato presidencial del entonces hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI)- marcaría un hito en la historia reciente de México: la violencia política no tendría vuelta atrás. Miles de dirigentes políticos, militantes y activistas han sido asesinados en los últimos 25 años. Y la cuenta no se detiene.

Alma Rosa Barragán, candidata del opositor Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Moroleón, en el estado de Guanajuato, caía tiroteada el martes pasado en un acto electoral a las afueras de esa localidad. Su caso es solo uno más entre la treintena de candidatos asesinados en los últimos meses. La violencia política en México suele desmadrarse en tiempos electorales. Durante las dos últimas décadas, los estragos de esa violencia han sido devastadores para la frágil democracia mexicana. Ante las elecciones del 6 de junio, en las que se renueva la Cámara de Diputados y se eligen gobernadores en casi la mitad del país y unos 20.000 cargos locales, las agresiones a candidatos, dirigentes políticos y activistas se han multiplicado.

Dos de las principales consultoras de análisis de riesgo del país, Integralia y Etellekt, han publicado estos días informes alarmantes sobre agresiones relacionadas con la política desde que se abrió el proceso electoral, en septiembre de 2020. Aunque difieren ligeramente en las cifras, la lectura de los datos es similar: asistimos al que probablemente sea el periodo electoral más violento en la historia reciente de México, con más de 30 candidatos asesinados y entre 150 y 200 víctimas mortales relacionadas con el proceso político (dirigentes, familiares de candidatos, funcionarios, periodistas, etc.). Etellekt destaca en su informe que el número de políticos y candidatos asesinados supera en un 30% al registrado en el ciclo electoral intermedio de 2015. Y si se contabilizan todas las agresiones (no solo los homicidios; también los secuestros y otros delitos), los 476 casos contabilizados de violencia política arrojan ya un saldo superior al del periodo electoral de 2017-2018.

El presidente Andrés Manuel López Obrador (conocido popularmente por sus iniciales: AMLO) ha visto en ese clima de violencia una estrategia de las organizaciones criminales para intimidar a la población a la hora de ejercer su derecho al voto. Para el mandatario, una parte de la prensa mexicana magnifica la ola de violencia electoral y practica una suerte de amarillismo informativo al hablar sobre las agresiones que sufren los candidatos. No hay duda de que algunos medios caen en un sensacionalismo burdo al informar sobre hechos violentos, y tampoco es una novedad que un sector de la prensa mexicana aprovecha cualquier ocasión para tratar de desgastar al ejecutivo progresista del Movimiento Regeneración Nacional (Morena). Pero la mirada del presidente respecto de la violencia política no deja de ser un tanto reduccionista al circunscribirla únicamente en el marco del crimen organizado, cuando en realidad se trata de un fenómeno multicausal que atenta contra la propia regeneración democrática que defiende el proyecto político de AMLO.

El crimen organizado es responsable en México de cientos de atentados contra políticos, activistas sociales y periodistas. Las oscuras conexiones con una parte del establishment político y policial han catapultado al narcotráfico como un poder territorial en sí mismo. Poco antes de morir en 2012, el escritor Carlos Fuentes se lamentaba de que México se hubiera colombianizado. Sin llegar a ese paralelismo, es indudable que los carteles de la droga, en constante renovación, constituyen la principal amenaza para el país en términos de seguridad. Pero la violencia política en México no se entiende sin tener en cuenta todos sus atributos: las enconadas pugnas partidistas en pueblos y ciudades pequeñas, la extendida corrupción del sistema político, la ley de la selva que rige unas relaciones sociales donde impera la desigualdad y, ante todo, la impunidad secular que sufre el país.

Es precisamente esa impunidad la que alimenta los delitos, las amenazas, las agresiones. Como resume un detallado informe publicado en 2018 en el diario digital Animal Político, "en México se mata porque se puede". La capacitación de la Policía para abordar una investigación criminal brilla por su ausencia en un sistema que carece de protocolos homologados y de fiscalías especializadas en muchos estados del país. Entre 2010 y 2016, de los 155.000 homicidios registrados, no se encontraron culpables en el 95% de los casos, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). La impunidad se ha enquistado en México. A principios de siglo ofrecía estadísticas similares. Como señala el investigador Arturo Alvarado, del Colegio de México, en un artículo sobre la violencia política y electoral en 2018, la progresiva democratización del país no ha logrado detener la violencia. Si el desmoronamiento del PRI como partido-Estado activó en un principio la violencia política al entrar en colisión muchas estructuras de poder territoriales, la transición democrática no ha logrado contener ese fenómeno.

Morena llegó al poder en 2018. Fue el partido que más militantes y candidatos perdió en ese proceso electoral precisamente porque era un movimiento opositor emergente. La violencia electoral busca ante todo imponer a la brava el resultado de las urnas. No es posible frenar esa inercia de la noche a la mañana. A AMLO le precedieron en Los Pinos dos presidentes -Enrique Peña Nieto (PRI) y Felipe Calderón (PAN)- bajo cuyos mandatos se registraron índices estremecedores de muertes violentas de toda naturaleza. La tarea que le aguarda al gobierno de Morena es descomunal. Con una policía mal retribuida y peor instruida, un sistema judicial colapsado, una cultura de la corrupción muy asentada y un narcotráfico omnipresente, la transición democrática en México tiene ante sí un reto enorme para ganarle la batalla a la impunidad.

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