Otras miradas

Lecciones de la historia para ganar el poder

Miguel Guillén Burguillos

Politólogo

El maestro Josep Fontana recordaba hace unos meses la necesidad de estudiar la Revolución Rusa (1917), relacionando las consecuencias de la misma con la actualidad política y social que estamos viviendo. Fontana explicaba que el siglo XX comenzó con unas sociedades muy desiguales, pero que esta situación empezó a cambiar en los años treinta y de forma más intensa en los cuarenta, cuando se produjo un reparto mucho más equitativo de la riqueza y de los ingresos. Esta situación se mantuvo aproximadamente hasta 1980. A partir de entonces, Fontana nos recuerda que volvieron a crecer los índices de desigualdad. ¿Casualidad? Obviamente no.

Entre la burguesía de Occidente existía un miedo real a la generalización de revoluciones "a la rusa", y los sindicatos aprendieron a usarlo para negociar con más eficacia las condiciones de trabajo y los salarios. Como bien apunta Fontana, las mejoras que se produjeron en el terreno de la desigualdad desde la década de los treinta no se podrían explicar sin el pánico al fantasma soviético. Pensemos por ejemplo en el maccarthismo, que fue un producto directamente relacionado con el "pánico contra el rojo" que se produjo en los treinta. Existía un miedo importante a que las ideas y movimientos comunistas se extendiesen por los países occidentales, y eso hizo que hubiera más políticas que favorecían un reparto más equitativo de los beneficios de la producción y un aprovisionamiento más amplio de servicios sociales universales y gratuitos. Fueron los años del estado del bienestar, años en los cuales encontramos unos valores mucho menores en la escala de la desigualdad social, si los comparamos con los actuales.

Pero fue a partir de 1968 cuando se empezó a ver que no había motivos para temer ningún tipo de amenaza revolucionaria, porque ni los mismos partidos comunistas parecían proponérselo. Por eso a mediados de los setenta los sectores empresariales empezaron a reaccionar. Sabemos además que la ofensiva a nivel político empezó en tiempos de Carter y siguió con intensidad con Reagan y Thatcher. Como consecuencia, los datos demuestran que empezó a crecer de nuevo la desigualdad, que se alimentaba de la rebaja gradual de los costes salariales y fiscales de las empresas. Podríamos decir que el miedo al comunismo internacional, a la subversión revolucionaria, había desaparecido.

Tengamos en cuenta que se nos han repetido hasta la saciedad las maldades del comunismo, pero esto no ha ido acompañado de un conocimiento paralelo de la historia criminal del capitalismo, que nos hubiera permitido situar las cosas en un contexto más equilibrado. A pesar de ello, como dice Fontana, el proyecto social de 1917 acabó fracasando. El maestro no se refiere únicamente al hundimiento de la URSS en 1989, sino a la incapacidad de construir aquel viejo modelo de una sociedad libre y sin clases que se planteó al inicio de la revolución.

Lenin decía que para abolir la explotación primero se debe desposeer del poder político a quienes resultarían perjudicados con el cambio. Como bien apunta Fontana, puedes hacer lo que quieras montando cooperativas, grandes o pequeñas, pero no cambiará nada si mientras tienes en Madrid a un Montoro que tiene a su disposición todo el poder del estado para modificar las reglas como lo convenga. Soy consciente de que citar a Lenin puede resultar contraproducente hoy en día, pero aún así creo que esta idea sigue vigente: si la gente decente no somos capaces de llegar al poder, si éste sigue en manos de quien gobierna en contra de los intereses del pueblo, nuestro margen de maniobra será mucho más limitado.

Aquí quiero enlazar las lecciones de la Revolución Rusa con el momento histórico que nos está tocando vivir. Por primera vez en muchos años existe una posibilidad real de cambio político. Son muchas las candidaturas ciudadanas, de unidad popular o como se les quiera llamar, que han conseguido llegar al poder en ciudades importantes, con Madrid y Barcelona a la cabeza, con personas como Manuela Carmena y Ada Colau. Y quede claro que únicamente con el poder institucional no será posible el cambio social, de aquí la importancia de que los movimientos sociales crezcan y atraigan un mayor número de militantes. Aquí entraría en juego el concepto de hegemonía del maestro Antonio Gramsci, un concepto que de forma muy acertada ha vuelto a poner en primera línea de debate el núcleo dirigente de Podemos, con Íñigo Errejón a la cabeza.

Para Gramsci, las clases dominantes ejercen sobre las sometidas una "hegemonía cultural" a través de la educación, la religión y los medios de comunicación, no únicamente a través del aparato represivo del estado. Errejón define "hegemonía" como "ese tipo de poder político que construye una relación en la que un actor político es capaz de generar en torno a sí un consenso, en el que incluye también a otros grupos y actores subordinados. Es decir, un grupo o actor concreto con unos intereses particulares es hegemónico cuando es capaz de generar o encarnar una idea universal que interpela y reúne no sólo a la inmensa mayoría de su comunidad política sino que además fija las condiciones sobre las cuales quienes quieren desafiarle deben hacerlo. No se trata sólo de ejercer un poder político sino además hacerlo con una capacidad de hacerlo incluyendo algunas de las demandas y reivindicaciones de los sentimientos y sentidos políticos de grupos subordinados desposeyéndolos de su capacidad de capacidad de cuestionar el orden hegemónico liderado por el actor hegemónico que lo dirige". Es decir, la llegada al poder es imprescindible, pero no suficiente. Hay que conseguir la hegemonía.

El grupo promotor de Podemos supo leer el momento y dar una respuesta política a lo que se cocía en las calles, con especial atención a lo que supuso el nacimiento del 15-M. Si a ello añadimos la capacidad de liderazgo y el carisma de alguien como Pablo Iglesias, el resultado es una opción política, electoral si se quiere, con capacidad de ganar. Hasta ahora, Izquierda Unida, seamos francos, no había sido capaz de mostrarse como una opción ganadora, a pesar de tener propuestas políticas similares a las de Podemos pero que durante años estuvieron silenciadas mediáticamente. Y ello, junto a otros motivos, hace que podamos entender las reticencias iniciales de Pablo Iglesias a confluir electoralmente con Izquierda Unida. Estoy de acuerdo con que podemos llevar la izquierda tatuada a fuego en nuestras entrañas, pero hoy las banderas rojas y las estrellas ya no sirven para ganar. En todo caso, pueden restar apoyos, pueden espantar a determinados votantes potenciales. Eso Iglesias lo sabe, pero estoy convencido de que hasta noviembre (si Rajoy no anticipa la convocatoria de elecciones generales) habrá tiempo para construir una candidatura ganadora que integre todo lo bueno que hay en Podemos, pero también en Izquierda Unida, en otras formaciones y movimientos, así como otras personas sin militancia política. Ahora Madrid o Barcelona en Comú nos marcan el camino a seguir, como también lo hará la candidatura de confluencia que se está construyendo en Cataluña de cara a las elecciones del 27 de septiembre. La fórmula no sabemos cuál será, pero sin duda acabará cristalizando. No tenemos más remedio que poner nuestros sesos a trabajar y encontrar el mecanismo adecuado. Estoy convencido de que se estará a la altura del momento histórico.

Aquí entran de nuevo en juego las enseñanzas que el maestro Fontana extrae de la casi centenaria Revolución Rusa: si el poder establecido no siente miedo nunca dará su brazo a torcer, nunca cederá en sus pretensiones. Por eso es tan necesario que la gente decente gobierne las instituciones, sin descuidar la calle y el trabajo imprescindible de los movimientos sociales. Si Pablo Iglesias llega a ser presidente del gobierno, si Íñigo Errejón, Alberto Garzón, Tania Sánchez, Carolina Bescansa, Luis Alegre, Joan Coscubiela, Mònica Oltra, Gemma Ubasart, Manuela Carmena, Ada Colau, Xulio Ferreiro, Kichi, etc. gobiernan las instituciones, al poder establecido le temblarán las piernas y no tendrán más remedio que quitar el pie del acelerador. No lo digo yo, lo dice la historia. Porque no lo olvidemos: demasiada gente lleva demasiado tiempo sufriendo. Tsipras ha demostrado que con voluntad política es posible devolver el poder al pueblo.

Por todo ello es tan importante que desde hoy hasta el día en que se celebren las elecciones generales no cometamos ningún error. Porque no lo olvidemos: a nosotros no se nos perdonará el más mínimo patinazo, mientras que a ellos se les ha permitido todo durante demasiado tiempo. Trabajemos, reflexionemos y actuemos con cautela pero con valentía y determinación. Quizá solamente tengamos una oportunidad, y no podemos dejarla escapar.

 

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