Otras miradas

El día en que dejamos de ser Charlie

Joan Barata

Joan Barata

El ruido mediático de la sentencia en uno de los juicios más importantes de la historia reciente ha silenciado esta semana una muy preocupante resolución adoptada por la Audiencia Nacional. En virtud de la misma, el rapero mallorquín conocido como Valtonyc ha sido condenado a tres años y medio de cárcel como autor de una serie de delitos que incluyen enaltecimiento del terrorismo y sus autores, humillación de sus víctimas, injurias graves a la Corona y amenazas. Según el parecer de la Audiencia, todos y cada uno de estos crímenes se cometieron como consecuencia de la pública interpretación y difusión de una serie de canciones por parte del acusado. Es pues de entrada realmente sorprendente la cantidad de ilegalidades mayores que un Tribunal de Justicia puede llegar atribuirnos como consecuencia del simple hecho de cantar.

La sentencia en cuestión contiene y reproduce un importante número de fragmentos de las letras de Valtonyc. Estos fragmentos, leídos en su literalidad, contienen afirmaciones ciertamente chocantes, altamente ofensivas para muchos, así como crudísimos ataques contra prácticamente todos los estratos del establishment. El impacto de estos textos se recrudece especialmente cuando se incorporan alusiones y deseos vinculados al desarrollo de acciones terroristas.

Esta decisión no se produce de forma aislada. Sólo unas pocas semanas antes, el también cantante César Strawberry fue condenado por el Tribunal Supremo a un año de prisión por la comisión de delitos de enaltecimiento del terrorismo y humillación de las víctimas también a la vista del contenido de las letras de sus canciones.

Estas dos condenas son muy preocupantes y representan un claro retroceso en materia de libertad de expresión en nuestro país por una serie de razones a destacar.  Contrariamente a la jurisprudencia hasta el momento (incluyendo aquí los pronunciamientos del Tribunal Constitucional), los órganos judiciales correspondientes se limitaron, en ambos casos, a analizar la literalidad de las expresiones utilizadas sin tener en cuenta elementos de contexto tales como la voluntad de crítica política, el recurso a un humor descarnado, la ausencia de cualquier intencionalidad o consecuencia vinculada a la realización de actividades terroristas, o incluso la ausencia de una conmoción social o una voluntad de sanción o resarcimiento por parte de los directamente aludidos en las canciones en cuestión. En ambos casos los jueces parecen olvidar también que en el mundo de la creación artística la provocación extrema, desagradable y altamente ofensiva puede ser una forma legítima de ejercicio de la crítica política. Crítica la cual, por cierto, de acuerdo con la jurisprudencia europea en materia de derechos humanos, merece la máxima protección posible, aun en aquellos casos en lo que se presente se forma cruda, desabrida e incluso bajo la forma de un discurso extremista.

Se trata pues de una evolución muy negativa de la jurisprudencia en la medida en que, como se ha dicho, amenaza con atacar el corazón del ejercicio de la libertad de expresión en cualquier sociedad plural y democrática: la crítica política, incluso la crítica política políticamente incorrecta, si se permite la expresión. En otras palabras, tanto la Audiencia Nacional como el Tribunal Supremo se sitúan en una posición extremadamente peligrosa, cual es la de considerar que hay que proteger a los ciudadanos, mediante el recurso a penas privativas de libertad, frente a contenidos que les puedan resultar ofensivos.

No son éstos, sin embargo, los límites que el derecho internacional permite con relación a la libertad de expresión. Solamente en aquellos casos en los que la libertad de expresión invada de forma no justificable el ejercicio o la efectividad de un derecho o suponga una incitación a la comisión de delitos o la grave vulneración de derechos de terceros estos límites serán legítimos. En el resto de casos, los ciudadanos tendrán el derecho a expresarse aunque lo que puedan decir resulte chocante u ofensivo para los demás. No existe, en definitiva, el derecho a no ser ofendido.

Por consiguiente, y ante todo, la utilización de la legislación antiterrorista para censurar discursos políticos extremos requiere cambios inmediatos en nuestro ordenamiento, mediante la reforma de un marco legal excesivamente abstracto y abierto a interpretaciones de corte restrictivo.

Un elemento final a destacar en términos negativos es la cuestionable diligencia de los órganos jurisdiccionales a la hora de defender, de motu proprio, la dignidad y el honor de determinados personajes y altos cargos. Se ignoran aquí de nuevo los parámetros internacionales que exigen un mayor nivel de escrutinio público, y por ello, una menor protección legal de dichas personas, dada la necesidad de someter sus actividades al control y la crítica de la opinión pública.

En los momentos inmediatamente posteriores a Charlie Hebdo todo el mundo, también todos nuestros dirigentes, enarbolaron la bandera de la libertad de expresión. Hoy en día parecen sin embargo haber olvidado que la libertad de expresión es un derecho que da cobertura, también, a aquello que no nos gusta escuchar.

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