Otras miradas

De Eva a Yoko Ono: el estigma de la mujer libre

María Márquez Guerrero

Universidad de Sevilla

María Márquez Guerrero
Universidad de Sevilla

Vivimos en las metáforas, arquetipos y estereotipos..., en el mundo simbólico que configura el imaginario social a través del cual percibimos la realidad y nos definimos. Lejos de ser universales, como propuso Jung, estos arquetipos son construcciones sociales determinadas por las estructuras económicas y la organización social y, por tanto, están sujetos a las condiciones de existencia humanas en un tiempo y un lugar concretos. Muchas de estas creaciones que forman parte del "inconsciente social" (Fromm) reflejan los valores e intereses del grupo dominante, que consigue con su discurso legitimar su dominación estigmatizando al Otro, a menudo imputándole una naturaleza sub-humana mediante recursos de cosificación y animalización. Es lo que ha ocurrido históricamente con las mujeres, pero también con los judíos, homosexuales, negros, discapacitados y otras minorías étnicas expuestas al ostracismo y a la exclusión (Angela Giallongo, La  mujer serpiente).

Como señaló Moscovici, estas representaciones sociales presuponen un sistema de valores que refuerza la identidad del grupo social dominante frente a los otros. Hablamos de creencias, a veces muy primitivas, refrendadas por un acuerdo social implícito, que se transmiten de forma repetitiva, esquemática. Cuando el eurodiputado de extrema derecha polaco Janusz Korwin-Mikke justificaba hace una semana que las mujeres cobren menos que los hombres porque son "más débiles, más pequeñas y menos inteligentes", era portavoz de un discurso donde resuenan los ecos de una tradición misógina que hunde sus raíces en la época arcaica y clásica de la cultura occidental, que se desarrolla en la Edad Media en íntima relación con la ética sexofóbica de origen judeocristiano, y que llega hasta nuestros días expresada en arquetipos que presentan a la mujer como el "sexo débil", el "segundo sexo", definido siempre en términos de correspondencia con el hombre, el auténtico y verdadero sujeto (Simone de Beauvoir). Desde los filósofos clásicos, atravesando la doctrina de los Padres de la Iglesia, filósofos y teólogos medievales hasta el discurso científico decimonónico, y tomando como base la dicotomía naturaleza / cultura, a través de los siglos ha pervivido la asociación de la mujer con la naturaleza, esto es, lo emocional, irracional, la procreación, lo doméstico, la  pasividad, la sumisión y la fragilidad; frente a la vinculación del hombre con la cultura: lo racional, la acción, la fuerza y determinación, la creación, lo público y la libertad de pensamiento y acción. El discurso así constituido ha legitimado la ideología de las esferas separadas, el reparto social del trabajo y la exclusión de la mujer de la vida pública y de la esfera política, hasta el punto de que el trabajo doméstico permanece invisibilizado como actividad económicamente productiva, y, por tanto, exento de reconocimiento social y de remuneración, lo que puede considerarse uno de los reductos actuales de la esclavitud.

Cuando la mujer abandona la esfera privada y se incorpora al mercado laboral, y cuando, a pesar de los innumerables obstáculos y resistencias, logra alcanzar ciertas responsabilidades públicas, el terror al poder de la mujer despierta viejos arquetipos, imágenes y fantasías sobre su naturaleza esencialmente perversa, malévola y cruel, capaz de, a través de extraordinarios poderes sexuales y sensuales, envolver al varón, atraparlo en su abismo y destruirlo. Personajes y monstruos femeninos antiguos se desperezan y se pasean por nuestras plazas: Lilith y Eva, Sirenas, Esfinges, Escilas, Quimeras, Gorgonas de melenas serpentinas y miradas mortales que petrifican, Furias, mujeres- serpientes encantadoras de un potencial destructivo máximo, Doncellas venenosas, brujas, femmes fatales... seres imaginarios dotados de poder, belleza, inteligencia y autonomía, como Medusa, en los que van a proyectarse todos los deseos y los miedos masculinos: a la libertad sexual, a los temibles impulsos descontrolados, a los ciclos de la vida-muerte-renacimiento. Desde Eva hasta Yoko Ono, las mujeres, relacionadas con el mal y la destrucción, aparecen en el imaginario social como seres peligrosos capaces de seducir, debilitar, enloquecer y destruir al hombre. Sobre este fondo, nada extraña la alarma social que se presiente tras la denigrante entrevista a Irene Montero realizada por la revista Tiempo, que la presenta como "pareja de Iglesias", la malvada "reina" ávida de poder que, en las sombras, urde la trama para "conquistar" al héroe apartándolo de sus compañeros y de su proyecto, haciéndolo "caer" en una "deriva" que acabará con él y con Podemos. Considerada "culpable", "la Yoko Ono de Podemos", rodeada de un halo enigmático y siniestro, a Irene Montero, la mujer "que atesora más poder en un partido", se le atribuye "un grado de control sobre el Secretario General hasta [el punto de] convertirle en una persona distinta a la que fundó Podemos". "Vencedora moral", alzada tras Vistalegre II "con el cetro femenino", se la presenta monopolizando todo el control sobre la organización "fulminando todo conato de disidencia a Iglesias" (Tiempo). Las comparaciones y el léxico perteneciente a los campos semánticos de la "guerra", la "destrucción" y la "muerte" la elevan al plano de las más puras leyendas misóginas. Se diría que, en el caso de la mujer, la conquista del poder coincide con la mayor degradación personal y la más terrorífica destrucción de su entorno. El discurso del miedo dispara todas las alertas y convoca temores primitivos preparando así el rechazo social a la igualdad efectiva, al tiempo que legitima la dominación y la violencia.

No es el lugar de indagar sobre el origen del ancestral miedo masculino, que, según la corriente psicoanalítica tendría su raíz en temores de la psique infantil ante pulsiones incontrolables: el miedo a la castración (Freud) o el temor al rechazo de la madre ante la temida insuficiencia, el orgullo herido del niño, que teñiría para siempre al deseo de ansiedad y lo asociaría con la destrucción (K. Horney). Por otra parte, tampoco es lícito aplicar criterios psicológicos a la hora de explicar fenómenos históricos, sociales y culturales, como el propio Fromm señalaba en El corazón del hombre. Lo cierto es que, desde la perspectiva de la dominación, la reivindicación de igualdad puede percibirse teñida de la sospecha de un deseo de invertir los papeles, hecho que, dadas las condiciones de vida de la mujer, puede resultar aterrador. Solo ese esquema previo explica que, en la mentalidad de muchas personas, feminismo sea considerado como antónimo de machismo. El miedo crea los más terribles monstruos.

La autora de la entrevista de Tiempo, Clara Pinar, sucumbió ante el discurso misógino, auténtico canto de sirenas que confunde la mente y que hace ver fantasmas peligrosos donde solo hay una mujer luchando por la igualdad y la justicia. Como Ulises, tendremos que pedir a nuestras compañeras que  nos aten al mástil, porque los mitos antiguos no han muerto, viven latentes en oscuros sentimientos y en actitudes inconscientes, "abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero" (C. Vallejo) e incitan a la violencia. Sin embargo, seguiremos avanzando por nuestro camino hasta alcanzar Ítaca, que no es más que la conquista de nosotras mismas. Cuando a lo largo del viaje nos sobrecoja el ruido siniestro de amenazadores monstruos, ya sabemos, "Ni a los lestrigones ni a los cíclopes  ni al salvaje Poseidón encontrarás, si no los llevas dentro de tu alma, si no los yergue tu alma ante ti" (Kavafis, "Ítaca"). "... Al fin y al cabo- decía Eduardo Galeano- el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo".

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