Punto y seguido

Desastres nada naturales

Hacer pasar por desastre natural las consecuencias indeseables de las alteraciones extremas de la naturaleza no hace más que eximir de responsabilidad a los políticos sobre la tragedia generada. Estos fenómenos, inocuos per se, arrasan cuando visitan territorios no preparados para enfrentarse a su potencial demoledora. En Japón, un seísmo de siete grados Richter agrieta algún edificio; en Irán –un país con menos recursos–, sepulta miles de vidas.
Hubo un tiempo en el que el ser humano estaba expuesto a las fuerzas de la naturaleza y les atribuía sentidos antropomórficos, convencido de que expresaban la furia de unas deidades dispuestas a escarmentar a sus criaturas por los pecados cometidos. Con la sociedad de clases, a cada uno de estos castigos se les llamó desastre –sin estrella–, ¡quizá porque afectaban principalmente a los nacidos estrellados, a los pobres!

Los ritos y ofrendas que antaño realizaban chamanes y sacerdotes para aplacar la ira divina, han sido sustituidos hoy por una buena póliza de seguros a modo de sacrificio ante los dioses financieros, que salvarán el patrimonio de unos selectos mortales. Así, los estados, en tanto de proteger a sus ciudadanos, desplazan su responsabilidad a empresas privadas. Garantizar una seguridad para todos
–elaborando mecanismos de prevención y reducción de riesgos de tales fenómenos, estrategias de evacuación y políticas para mitigar el sufrimiento de los damnificados– es la obligación de todo Estado democrático.
El último huracán que atravesó Cuba desmintió la relación lineal entre el desarrollo económico y la vulnerabilidad de una población. Esta pequeña nación constituyó todo un modelo de cómo hacer frente a semejante perturbación ciclónica, la misma que, a su paso por EEUU, dejó una treintena de muertos. Cuba fue capaz de evacuar a unas 700.000 personas gracias a una planificación eficaz, una sólida estructura, una ciudadanía preparada y equipos entrenados, una imagen que contrasta con la de una Nueva Orleans devastada por el Katrina, donde, bajo el lema "sálvese quien pueda", permanecieron atrapados en el agua miles de pobres, ancianos y enfermos que no podían costear su huida, mientras los políticos se entretenían jugando a la guerra en tierras lejanas.

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