Carta con respuesta

Basura y arte

Leo con perplejidad que el alcalde de Madrid va a multar a los vecinos por no reciclar la basura; inspectores de la alcaldía revisarán los contenedores. Me los imagino con traje y corbata hurgando entre la basura. Yo le haría unas preguntas al alcalde: los que habitan en minipisos de 30 metros sin espacio para tener tres cubos de basura, ¿estarán dispensados? Las personas mayores que tengan que desplazarse 100 o 200 metros hasta el contenedor de vidrio más cercano, ¿van a estar dispensadas? ¿Van a quitar a los agentes municipales para que estén apostados en las proximidades de los contenedores o van a crear nuevos puestos para amiguetes? Oneroso invento para un tiempo de crisis.

FRANCISCO PUCH MADRID

Durante los años que viví en Estados Unidos, la basura llegó a convertirse en una auténtica pesadilla. Si no acertabas a cumplir la enrevesada normativa y se te colaba un desperdicio ilegal, no te la recogían y te dejaban una nota amenazadora. Nunca sabías con certeza qué habías hecho mal: ¿tal vez en algún periódico viejo había una muestra de perfume que deberías haber separado en otro cubo? ¿Había restos del papel de plata que envolvía el jamón en el cubo destinado sólo a residuos orgánicos? ¿Detectarían ceniza de cigarrillo en las sobras de puré de patata? Era para volverse loco. Venían los amigos a ver tus desperdicios para aconsejarte, nadie sabía a qué atenerse. Si fallabas un segundo día, te seguías quedando con tu basura y otra nota. Al tercero, multa al canto: ¡y seguían sin llevarse la basura! La casa empezaba a oler, los vecinos te retiraban el saludo, algunos cambiaban de acera: te convertías en un hombre marcado.

He participado en varias expediciones de tráfico de basura ilegal. Con mi amigo Antonio Orejudo, cruzábamos la frontera estatal con las bolsas de basura delictiva escondidas en el maletero del coche. Temíamos que, si nos paraba la policía, podíamos acabar en la silla eléctrica. Como quien se deshace de un cadáver, esperábamos al anochecer para abandonar las bolsas en algún descampado o arrojarlas por un precipicio y volvíamos a casa con el corazón en un puño.

Que yo sepa, esta ecológica obsesión ha propiciado al menos dos espléndidas novelas. Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo: un delirio paranoico cuyo motor de arranque es un tipo que, como es socialdemócrata, cuando no consigue que le recojan la basura, va y la tira al jardín del vecino. El amo del mundo, de Tristan Egolf: una huelga de basureros en una pequeña población americana, que provoca una batalla con la misma grandeza épica y elegíaca de la Ilíada. Si el plan de Gallardón nos diera dos novelas tan inolvidables, habrá merecido la pena. No se las pierda.

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