Carta con respuesta

Obediencia debida

No es que yo espere que ellos lean estas líneas, o incluso ningunas otras. Pero quizás alguien de su entorno (y hasta, quién lo diría, las autoridades) pueda hacer algo para que esos ‘rapados de cerebro’ no sigan demostrando tan ruidosamente su fraternidad y deseos de felicidad al prójimo mediante el insensato sistema de hacer explotar petardos, incluso a las dos y las tres de la madrugada; y eso en zonas con miles de bebés y niños, viejos, enfermos y ciudadanos normales, a los que ese desagradable ruido perturba tanto su vida, descanso y sueño; es decir, su felicidad y su misma salud. La urgencia de ese llamamiento es aún mayor por cuanto dentro de muy pocos días, con excusa del Año Nuevo esas mismas cabezas no pensantes no dudarán ni un momento en endilgarnos otra muestra parecida, no menos clamorosa y lamentable, de su amor a la vida, al prójimo e incluso hasta esa Tierra que debe soportar su contaminación acústica y atmosférica. ¡Qué cruz!

ALEJANDRA BREA ROMERO MADRID

Le sobra a usted razón, Alejandra. Sin embargo, esos "rapados de cerebro", ¿surgen acaso por generación espontánea? Ni mucho menos: se limitan a cumplir órdenes. Habría que absolverles por obediencia debida. Si usted va a cualquier bar, entenderá lo que digo. ¿Por qué grita todo el mundo? Para estimularles a aumentar los decibelios, el camarero toma la precaución de poner la tele al máximo volumen, el ayuntamiento organiza varias obras con abundancia de martillos neumáticos y, desde el exterior, los conductores añaden su formidable banda sonora. ¿Ha visto usted cómo se juega al dominó? Con el firme propósito de partir la mesa en dos. Aquí hasta los cubiletes del parchís de los vecinos te impiden dormir la siesta. Para no hablar de los móviles: ¿es indispensable subir tanto el tono? Dan ganas de interrumpirles, con borbónica chulería: ¿por qué no te callas?

En realidad, ¿por qué no nos callamos todos de vez en cuando? A lo mejor así los "rapados de cerebro" entenderían que de verdad valoramos el silencio. Tal y como están las cosas, ¿qué van a pensar los pobres, si hasta en los ascensores necesitamos que haya música y queremos ponerle letra al himno, sólo para que se oiga más alto todavía?

Ellos se limitan a sacar conclusiones: el silencio nos aterroriza. Necesitamos un estruendo continuo, incesante, sin parar; y cuanto más alto, mejor. Reclamamos ruido. Solicitamos sonido sin interrupción, incluso con auriculares. Esos chicos colaboran en lo que pueden, en la medida de sus escasas fuerzas, con petardos, alaridos y cantos regionales. Es lo lógico, ¿no? Son buenos chicos que sólo intentan complacer a los mayores y a las autoridades. Habría que premiarles. Con banda incluida, faltaría más.

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