Rosas y espinas

En mi pueblo no nos gustan los toros

En mi pueblo no nos gustan los toros. Ni siquiera por la fiesta se contrata, como en los pueblos vecinos, una plaza ambulante. No es que despreciemos la fiesta nacional. Pero, aquí, en este pueblo de España, en concreto, no gusta. En mi pueblo lo que nos gusta son los perritos. Tenemos un montón de perritos, todos de raza, en mi pueblo. Los perritos no son de nadie. Son del pueblo. Y todos los vecinos los alimentamos, los lavamos, los despiojamos, los llevamos al veterinario (en este pueblo de sólo 600 habitantes hay un solo médico, pero tenemos cuatro veterinarios) y, en invierno, permitimos que entren en las casas y duerman en el sofá del salón, frente a la lumbre.

Cuando llega el Corpus Chico, allá por septiembre, no traemos toros porque, ya se ha dicho, no gustan especialmente. Y porque tenemos a los perritos. Cuando llega el Corpus Chico, después de la misa, a la que acudimos todos muy devotamente, cada familia elige a un perrito y lo lleva a su corrala. Allí, las familias formamos un corro y colocamos en el centro al perrito. Los hombres fumamos puros y las mujeres se ponen peineta.

Cuando el confiado perrito se acerca a cualquiera de nosotros, le clavamos un alfiler. Y sale corriendo para el otro lado, donde los patriarcas de la familia le atizan una descarga eléctrica con un aparato muy práctico que nos presta la Guardia Civil por las fiestas.

En la segunda parte del festejo, es tradición ponerse de pie y dejar que las mujeres y las niñas le den patadas al perrito. A los hombres no se lo permitimos, porque padecen ese afán competitivo para ver quién da más fuerte y el perrillo se lisia enseguida.

La penúltima suerte de la fiesta del perrillo es, quizá, la que requiere mayor pericia y valentía de los lidiadores. Cada uno coge un palo y se lo intenta introducir por el ano al perrillo. No es fácil, porque a estas alturas el perrillo, por razones ignotas, ha bajado mucho el rabo.

Cuando un diestro (o un siniestro, si es zurdo) consigue introducir su vara en el ano del perrillo, hay que levantar al animal hasta que se inserte del todo. Es un momento fabuloso. Mientras el perrillo patalea sobre nuestras cabezas, hay una algarabía festiva muy unidora, vuelan los sombreros y algunas parejas hasta se besan. Y en ese momento, llega la suerte final.

El diestro (o siniestro) ha de hacer girar la vara para que el perrillo salga disparado contra la pared. Es el clímax de nuestro Corpus Chico. El orgasmo.

Después nos comemos al perrillo para que nadie diga que en mi pueblo se mata por matar.

Hubo una vez, en este pueblo, un ecologista que se atrevió a criticar nuestras tradiciones. Le hicimos lo mismo que a los perrillos y hoy regenta un burdel gay en Chueca. Nos manda cartas muy sentidas, llenas de añoranza, ya se sabe cómo son los maricones. Y los ecologistas.

Perdón, me estoy extendiendo cuando lo único que quería decir es que, en mi pueblo, no nos gustan los toros.

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