Ruido de fondo

Prohibir, prohibir, prohibir

Cuando yo era adolescente, el aborto estaba prohibido, y los preservativos no se conseguían fácilmente. Como todas las prohibiciones absurdas, esta también se saltaba a la torera. Los adolescentes de aquel tiempo follaban —me refiero a los más afortunados— y todos los años había alguna chica de clase que se quedaba embarazada. Se corría la voz en seguida. A veces corría entre un grupo selecto, otras veces se enteraba toda la clase. Corría no sólo la voz, también corría la gorra. Menganita tiene que abortar, nos decíamos unos a otros con gravedad, y hay que pagarle el viaje a Londres y la operación. Los casos de los que yo tuve noticia se solucionaron con dinero público, por llamarlo así. Y los padres de aquellas chicas nunca se enteraron. Me acuerdo de todo esto ahora que se está tramitando la nueva ley del aborto. A muchos que ven razonable una ley de plazos les cuesta admitir sin embargo que las menores puedan abortar sin el permiso de los padres. A mí me gustaría que mi hija me consultara, claro; pero si no lo hace, no le echaré la culpa a la ley, será culpa mía por no haber sido capaz de ganarme su confianza. La ley podría impedirle que abortara, por supuesto; pero dudo de que la prohibición de hacerlo sin mi permiso la lleve hacia mí. Más bien vería el modo de sufragar los gastos con dinero público, o peor aún: tendría tentaciones de someterse a una intervención barata, sin garantías médicas. Así que prefiero que aborte sin mi permiso. A estas alturas los amigos de prohibir deberían saber que ciertos usos y costumbres sociales no desaparecen porque estén fuera de ley. Todo contrario: al prohibirlos se enturbian y engendran nuevas complicaciones.

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