Ruido de fondo

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He hecho vuelos transoceánicos en los que se podía fumar en todo el avión. Los reposabrazos de los modelos más antiguos todavía conservan aquel cenicero. En el instituto mis profesores fumaban mientras daban clase. En la universidad nos ofrecíamos tabaco dentro del aula, mientras escuchábamos una clase magistral. Y nos quejábamos si en invierno algún compañero no fumador se atrevía a entornar las ventanas.

Hasta los más recalcitrantes fumadores reconocen que había que corregir aquella barbarie. Pero la llamada Ley Antitabaco de 2006 no se limitó a legislar sobre la convivencia entre fumadores y no fumadores, sino que fue más allá: quiso salvar a los fumadores de ellos mismos, olvidando, como olvidan muchas veces los políticos, que los legislados somos adultos y que nadie fuma coaccionado por un tercero. 

Es cierto que los gastos sanitarios producidos por el tabaco son elevados, y que la obligación de los políticos, sobre todo ahora, es tomar medidas de ahorro. Pero eso mismo podría decirse del alpinismo, de los accidentes automovilísticos y del trabajo. En cuanto al ahorro... podríamos empezar por los coches oficiales ahora que ETA va a dejar de amenazar.

Según el último Eurobarómetro, la tasa de fumadores ha aumentado desde la entrada en vigor de la Ley, un resultado que no me sorprende porque los problemas nunca se han solucionado prohibiéndolos. Llevamos décadas intentándolo con las drogas, y el PP —siempre tan simple— lo intentó con la inmigración. Los resultados en ambos casos son elocuentes. Por eso, lo que sorprende es el ciego empecinamiento de los políticos —aquí y en Arizona— que tienden a creer que si una prohibición no funciona, lo que hay que hacer es endurecerla.

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