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Que me lleven al sur para morir

Desde el martes, hay una razón más para envidiar a Andalucía. Su Gobierno acaba de aprobar la primera Ley de Muerte Digna de España. A la vista de que nadie se dispone a emularlo, habrá que plantearse bajar a morir al sur.

Ninguna autonomía socialista se ha declarado estos días dispuesta a seguir los pasos de su compañera del sur. A las del PP ni se les pasa por la imaginación encabritar al mismo tiempo a la Iglesia católica y a la lideresa de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, en cuyo feudo no es que no se promuevan las terapias que alivian el dolor de los enfermos terminales, sino que se persigue judicialmente a los médicos por empeñarse en dignificar el final de la vida de los pacientes.

¿Y el Gobierno central, también socialista? La respuesta oficial de la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, es que la sociedad española "no demanda" una legislación sobre esta cuestión. Idéntica disculpa esgrimió la dirección del PSOE cuando elaboró el programa electoral para las generales de 2008, en el que ni aparece el término "eutanasia". De las escasas menciones que el documento hace a la muerte, ninguna se refiere a dignificarla cuando ya es inevitable.

Aquel debate, junto al del aborto, provocó serias discusiones en la ejecutiva socialista, en la que acabó imponiéndose el criterio de Zapatero para decepción de unos cuantos y alivio de otros. El avance en la regulación de derechos, zanjó entonces el líder socialista, se haría en digeribles pequeñas dosis para evitar transmitir la impresión de que el Gobierno del PSOE atropella las creencias de los abundantes ciudadanos católicos.

Andalucía ha puesto en evidencia cuán pacata es esa interpretación socialista sobre las demandas sociales. Se ve que los ciudadanos de sus ocho provincias, además de vivir dignamente, sí demandaban una norma que garantice la potestad para decidir hasta cuánto dolor están dispuestos a soportar antes de morir.

El truco con el que los gobiernos –en este caso coinciden socialistas y conservadores– pretenden eludir el debate social sobre la regulación de la muerte digna es el testamento vital. Varios territorios disponen de registros para hacer constar que uno no desea que se prolongue artificialmente su vida. Pero eso dista mucho de las garantías que ofrece la nueva ley andaluza. En primer lugar, el testamento vital sólo previene contra el llamado "encarnizamiento terapéutico", pero no asegura las terapias paliativas del dolor porque, en ocasiones, pueden acelerar la muerte.

La ley andaluza, en cambio, no deja resquicio para la arbitrariedad de los profesionales de la medicina o la ideología de los propietarios de centros sanitarios privados, ni exige al ciudadano ser tan organizado como para planear su propia muerte en la plenitud de la vida.

Simplemente establece un derecho, el de morir dignamente, y pone los medios para que los ciudadanos lo disfruten sin tener que pelearlo: obliga a los centros médicos tanto públicos como privados a contar con profesionales dispuestos a obedecer los deseos del paciente que no quiere ser torturado. Las objeciones de conciencia de aquellos facultativos en los que la fe supere a la profesionalidad ya no servirán como excusa para los hospitales privados, que se enfrentan a sanciones que incluyen el cierre del negocio si se saltan la ley citada. Y cierra el círculo dotando a los médicos que trabajan en las áreas de cuidados paliativos de seguridad jurídica para trabajar sin temor a ser tildados de asesinos.

La ley, por tanto, ni despenaliza la eutanasia ni el suicidio asistido. Pero no por ello tendrá el beneplácito de la Iglesia católica. La Conferencia Episcopal acepta el testamento vital, pero critica esta ley porque da al individuo la capacidad última de decidir sobre su vida. De la actitud que adopte el PP cuando deba votar la norma en el Parlamento andaluz deduciremos su nivel de independencia respecto del poder de la Iglesia.

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