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Lo que hay que ver

Entre los datos que ilustran nuestra deslumbrante salida de la crisis, destaca la recuperación del consumo. Esta Navidad pasada, incluso los ciudadanos en estado más crítico, decidieron, al parecer, tirar lo poco que les quedaba en sus casas, probablemente hipotecadas, por la ventana, en un gesto que podría calificarse de numantino o saguntino según las preferencias de cada uno, un gesto a la vez heroico y resignado: mejor gastárselo en turrón y juguetes para los niños, o en perfumes y medicamentos contra  la gripe y los catarros, productos que han copado la publicidad televisiva. Terminadas las fiestas los antitusivos y antigripales se imponen en la parrilla, se evaporaron los perfumes efímeros, que no pudimos oler con tanta mucosidad acumulada, pero quedan los frascos de diseño vacíos que lucirán muy pronto en los anaqueles del cuarto de baño.

Como contraste  a tanto dispendio y despilfarro, habría que señalar que el sector que más ha crecido el último año es el del consumo de televisión, que hace poco gasto y propicia entrañables veladas familiares. Tras los estudios oportunos, los medidores de audiencia registran un aumento considerable de la dosis; una vez efectuado el correspondiente reparto, a cada televidente le tocan 244 minutos al día de contemplación de la pantalla, de meditación intrascendente, de pasividad letárgica. Una media, 244, que el autor de estas líneas supera ampliamente y además fijándose para anotar estos comentarios al margen.

Hay mucho que ver en los anuncios y sobre todo detrás de los anuncios. La mezcla de perfumes y jarabes para la tos sugiere que algo huele a podrido en nuestro entorno pero que no podemos olerlo porque estamos perpetuamente acatarrados. Sacar este tipo de conclusiones sobre la publicidad es arriesgado y ocioso. Después de seguir durante un tiempo los anuncios de Casa Tarradellas (pizzas y embutidos) descubrí que, al tiempo que promocionaban sus productos, los responsables de la campaña publicitaria predicaban las virtudes de la austeridad y el ahorro, el sacrificio y el esfuerzo. La firma  haría ostentación de estas virtudes, asimiladas como virtudes específicamente catalanas.

"¡Alto ahí! (me advierte una voz interior que suele darme consejos sensatos que casi nunca sigo) ¡Alto ahí!", porque identificar las virtudes de la austeridad y el ahorro con Cataluña, podría herir las sensibilidades de muchos catalanes que aún no han aprendido a reírse de los tópicos, veladamente racistas, que se acumulan sobre ellos, en algunos casos porque comparten otros similares: los andaluces son alegres, los castellanos recios, los vascos orgullosos y los madrileños imperialistas. Cualquier mención presuntamente ofensiva de estos clichés raciales genera reacciones desaforadas entre los presuntamente ofendidos. Tengo un amigo escritor cuya movilidad geográfica se ha visto seriamente perjudicada por sus comentarios escritos. Al menos una docena de ciudades españolas le han declarado persona non grata y ahora tiene que visitarlas de incógnito. No me gustaría algo así, pero es que a veces te lo ponen a huevo. Veamos: en un anuncio de la firma Tarradellas, los integrantes de una familia se roban las longanizas entre ellos, las esconden para no compartirlas y se acusan los unos a los otros de voracidad y rapacidad. Su comportamiento ante el último triángulo de pizza sobre la mesa familiar parece más solidario, en otro anuncio la abnegada y austera madre duda entre comerse la porción que le corresponde o atender las implorantes miradas de su hijo pequeño que se ha quedado con hambre. Al final: decisión salomónica, el triángulo es dividido equitativamente entre toda la familia que seguramente se ha quedado con algo de apetito. El hambre aguza el ingenio y sirve de acicate a los emprendedores.

Apliquen la moraleja correspondiente mientras yo me atizo un lingotazo de jarabe antitusivo. ¡A su salud!

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