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Anglófilos

Debo ser por lo menos tan anglófilo como  Esperanza Aguirre, aunque nuestros modelos británicos sean muy diferentes. No soy seguidor de su dama de hierro pero sí de damas de mayor temple como P.D. James, una de esas damas negras de la novela que describen con igual minuciosidad y distanciamiento una autopsia que la decoración de una alcoba, experta en ciencia forense y en poesía contemporánea. El improbable protagonista de algunas de sus mejores novelas es un policía poeta, rara avis, que tiene enamorada secretamente a la autora de sus días literarios. En el canal Nova anuncian otra serie de la BBC, una secuela de Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen, con trama criminal, escrita por P.D. James y adaptada a ese estilo inconfundible de la cadena británica en sus series históricas: cuidada ambientación y vestuario, magnífica fotografía y actores impecables y, por lo general, desconocidos para nosotros, salvo algunas viejas  glorias de la pantalla como la extraordinaria Maggie Smith, a la que vimos recientemente en Downton Abbey, serie de referencia y deudora, como muchas otras series de la misma factoría, de aquella Arriba y abajo que marcó la pauta de las series victorianas dedicadas a mostrar las relaciones entre las cocinas y los salones,  entre los señores casi feudales y sus fieles sirvientes. Una de las primeras impresiones que saca uno de estas telenovelas con pretensiones es que la aristocracia británica por lo menos creaba empleo: mayordomos, lacayos, doncellas, ayudas de cámara, cocineras, marmitones, caballerizos, jardineros, conductores... Abultadas plantillas de relucientes libreas, a las órdenes de un primer mayordomo autoritario, más  celoso de los privilegios, los protocolos y las tradiciones que los propios amos. Privilegios, protocolos y tradiciones que, de perderse, arrastrarían en su caída a todo el escalafón servil. Mi mayordomo favorito seguirá siendo el inimitable Jeeves de las novelas de Woodehouse, cuyos retratos de la clase dominante británica son  siempre hilarantes pero precisos, agudos pero tiernos. Es muy difícil no tomarle cariño a esos lores borrachines que solo se preocupan por el pulgón de sus rosales, o se consagran a la cría  de cerdos de exposición, huyendo de sus responsabilidades y de sus ladies, que siguen empeñadas en regenerarlos o al menos a someterlos a un código caballeresco implacable y obsoleto.

Lo que menos importa (al menos, en mi caso) es lo que cuentan:  intrigas dinásticas y domésticas, adulterios previsibles, personajes decadentes, nuevos ricos dispuestos a cambiar su dinero por una alta posición social, estafadores, seductores, doncellas demasiado hermosas como para que los amos no se encaprichen con ellas, con resultados previsibles, trepadores de la pirámide que ascienden de la zona de servicio a la zona noble por sus méritos o por sus encantos... Un microcosmos, una burbuja, un escenario en el que se producen los mismos hechos y casi con los mismos protagonistas, los mismos pleitos, los mismos conflictos testamentarios. Gracias a series como Downton Abbey he aprendido a tomar el té en sociedad y estoy aprendiendo a jugar al cricket y al bridge, conocimientos que podrán servirme de mucho en el futuro para no desentonar entre esa alta sociedad a la que espero visitar. No teman, miladies y milores, no me quedaré mucho tiempo y pagaré religiosamente las libras que sean para verles los días en los que sus mansiones estén abiertas al público, a la admiración del vulgo insaciable y alborotador y de los turistas maleducados. Dios salve a la Reina y se apiade de su paciente heredero, al que tal vez le llegue la corona a la hora de abdicar.

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