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Mato remata

Las tarjetas opacas, el duelo Iglesias-Inda y el retorno implacable de Raphael eran los temas que más me habían llamado la atención de la última semana televisiva, pero la actualidad hidrófoba nos ha mordido con muy mala sangre. Un caso de ébola que sobrecoge a todos menos a la ministra de Sanidad, que simplemente se ha quedado catatónica del susto y en manos de la Virgen del Rocío. Esta popular advocación mariana no da abasto para sacar de apuros a su piadosa cofrade, pero de su infinita compasión cabría esperar que nos aliviara a todos del sufrimiento que padecemos con semejante ministra, y huelga lo de semejante porque Ana Mato es una ministra sin par.

Ana Mato no llegó al Gobierno para luchar por la sanidad pública sino para privatizarla y ponerla en manos de amigos y compañeros de viaje. Curtida en los más opacos y correosos negocios de su  marido intermitente, Jesús Sepúlveda, doña Ana tendría que hacerse mirar la vista pues, presa de un acusado estrabismo y de una preocupante miopía, nuestra ministra, que es muy suya, siempre ha mirado hacia otro lado hasta el punto de no ver cómo en su garaje se materializaba un reluciente coche de alta gama. No era un milagro de la Virgen del Rocío, aunque tal vez podría ser un regalo de otra advocación mariana, Nuestra Señora de la Consolación y Correa, advocación mariana muy venerada en Andalucía. Ana también es algo dura de oído y por eso nunca escuchó a los que la advertían de que aquellos fabulosos cumpleaños familiares patrocinados por Correópolis no eran simples regalos por su cara bonita sino contribuciones para que la trama Gürtel  siguiera tramando sus apaños. La sordera y quizás la dislexia (hágaselo mirar también) impidieron que Ana Mato respondiera en su comparecencia para explicar el contagio del ébola. Preguntaba el periodista si alguien iba a dimitir y a responsabilizarse del desaguisado y Ana Mato respondía a lo que no le habían preguntado: "Estamos aplicando el protocolo de bla, bla, bla y...".

La Coordinadora contra la Privatización de la Sanidad Pública de Madrid (CAS) ya había advertido en puntuales comunicados que el traslado a Madrid del misionero infectado creaba un riego inaceptable desde el punto de vista epidemilógico y advertía de la escasa protección de los trajes de aislamiento y de la falta de profesionales cualificados, dispersados tras el cierre del único hospital de referencia para enfermedades epidémicas.

No sabemos las sinrazones que llevaron a Ana Mato a un Ministerio tan sensible, pero la sensibilidad no es virtud que distinga al Gobierno de Rajoy,  que también es sordo, a la par que miope, y sus ministros no ven más allá de sus narices (las de Mariano), que solo escucha los ecos de su propia voz repetidos por sus ministros y portavoces, una letanía de cifras trucadas, una salmodia de previsiones insensatas, un optimismo que solo comparten los nuevos multimillonarios, los carroñeros de la crisis y los buitres de fondo.

Aún a riesgo de meterme en senderos pantanosos pienso que los dos misioneros del Ébola nunca hubieran deseado una despedida así. La atención "in situ", dentro de una campaña humanitaria y sanitaria de mayor calado, como proponía la CAS, tal vez hubiera cuadrado mejor con la vocación admirable y a prueba de epidemias de ambos religiosos.

Todavía espero escuchar un solo argumento, una razón articulada y coherente de por qué Ana Mato llegó a ocupar su puesto, pero aún me resultaría más extraño que alguien (que no sea de su familia o de su entorno) ofrezca una mínima explicación de por qué Ana Mato sigue en su puesto, ciega, sorda y muda, enajenada pero inmutable e incurable, como un virus que afecta a buena parte de la casta. Un bacilo que se transmite por el aire infectado que emiten las bocas de muchos políticos. Alguien debería ponerle una mordaza (perdón, una mascarilla) a Ana Mato: aunque no hable mucho, cuando lo hace  provoca alarma social, baja la esperanza de vida, cae la bolsa y enferma el sector turístico, por no hablar del turismo sanitario. Pero que nadie diga que Ana Mato no ha cumplido la misión encomendada. Antes de privatizar la sanidad, convenía deteriorarla y desmantelarla y despejar el terreno para que lo cultiven esos gestores que no hablan de pacientes sino de clientes.

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