Tiempo real

El Bevatrón

Hay días en que los periódicos tienen valor por razones involuntarias que tienen que ver con los recuerdos íntimos del lector. Mi propio diario, Público, traía el pasado 31 de julio una doble página que me transportó a mis años mozos, cuando en diciembre de 1959, como joven físico, mi grupo de investigación romano me fletó a Berkeley, California, para llevar a cabo un experimento en el Bevatrón, el más potente acelerador de partículas del momento.

La noticia era que esa enorme máquina que había cumplido ampliamente su cometido y desde hacía años estaba superada por máquinas más grandes y potentes se estaba desmantelando. Para mí la foto panorámica del gigantesco anillo de 40 metros de diámetro tuvo el encanto que tienen ciertas viejas postales en las que aparece el maravilloso hotel en el que pasamos ciertas vacaciones, o alguna calle desierta de Montmartre, hoy adulterada por supermercados y demás tiendas modernas y la consiguiente muchedumbre.

Mi experimento no era trascendental: sólo se trataba de utilizar el haz de antiprotones de alta energía producido por el Bevatrón para generar una antipartícula de masa superior a la del antiprotón llamada, dicho sea con mil perdones, antisigma plus. Su existencia estaba prevista en la teoría, pero nadie la había detectado. Lo sensacional habría sido no encontrarla o, mejor aún, encontrar algo que demostrara que no existía, como encontrar el caso de un hombre que muerde perros. El experimento duró cuatro o cinco días ininterrumpidamente y, claro está, nada logré ver ni conocer de Berkeley. No bien terminado el trabajo volé de regreso a Roma donde dimos manos a la obra "en busca de la partícula perdida". El valor nostálgico de la foto en Público estaba en que en ella aparece con claridad el lugar exacto donde realicé el experimento, y me permite respirar el aire, oír el sordo zumbido de los aparatos, revivir esas interminables horas de guardia en que el sueño me vencía brevemente. Y recordar el espíritu socarrón de Emilio Segré, la calma impasible de Owen Chamberlain, la eficacia aplastante del equipo de decenas de técnicos que hizo funcionar el Bevatrón sin percances y que facilitó mi trabajo del principio al fin.

Y me permitió recordar también el peso insólito de una barra de uranio que tuve en mis manos, y el hecho de que, para evitar descargas peligrosas, dada la presencia de hidrógeno líquido, nos conectaran una toma de tierra permanente en el zapato (moriríamos, pero sin chispas). Casi lo olvido: descubrimos, sí, el antisigma plus.

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