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Obediencia debida

Desde que en Núremberg los acusados nazis alegaron en su defensa haber obedecido órdenes, y sobre todo desde que los militarazos argentinos invocaron en la suya la "obediencia debida", el subterfugio ha cobrado tanta popularidad como el desternillante "No he sido yo" de Bart Simpson. Y el asunto no pasaría de la categoría de chiste malo si no fuera porque en 1963, en la Universidad de Yale, el profesor Stanley Milgram demostró que en cada uno de nosotros hay un torturador en potencia. Fue sencillo, pero brillante.

Se le hace creer a un sujeto voluntario reclutado en la calle que, desde una consola, puede enviar descargas eléctricas de entre 15 y 450 voltios a una suerte de silla eléctrica, situada al otro lado de una ventana y ocupada por una supuesta víctima. Por un micrófono el voluntario dicta a la víctima una serie de palabras para memorizar. Al final de la serie, el voluntario pide a la víctima que las repita en el orden exacto. Por cada falla, el voluntario envía a la víctima una descarga eléctrica de voltaje creciente, bien enterado de que a partir de cierto límite la descarga puede ser letal. A medida que las descargas van aumentando, el voluntario comienza a vacilar, sobre todo porque ve cómo su víctima da señales de un sufrimiento cada vez más intenso y oye sus alaridos de dolor. Implacable, Milgram le ordena que no vacile, que mande la descarga, que ese era el acuerdo inicial.

Para el sujeto, la víctima realmente sufría. Pero la víctima sólo era cómplice de Milgram y el sufrimiento era fingido. Espantoso resultado: el 62% de los sujetos llegaron a aplicar voltajes letales. Ninguno se negó a hacer sufrir a la víctima. Todos aceptaron sin chistar la orden de Milgram. O chistando apenas. Torturadores. Pero obediencia debida.

Han pasado casi 50 años y la pregunta que uno se hace –o debería hacerse– es qué órdenes recibe hoy y de quién, y, si las obedece, por qué las obedece a diario. No faltan ejemplos. Órdenes de los padres, de los maestros, de la policía de tráfico, de ilustres desconocidos. Pero también órdenes publicitarias por la tele, órdenes morales desde el púlpito, órdenes sociales de parte de partidos políticos... La sociedad se uniformiza, al parecer ineluctablemente: la moda, la falta de moda, el peinado o el despeinado, el ver determinados bodrios en el cine, el desgañitarse en conciertos de hip-hop, el aplaudir sin comprender, el ejercer la violencia, mandatos en todos los niveles de la vida –y el mundo se vuelve cada vez más brutal y... aburrido–.

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