Trabajar cansa

Es bonito ser monárquico

     

Entre las tradiciones navideñas más enternecedoras, el discurso del rey. No el discurso en sí, un tedioso refrito de generalidades y frases hechas, sino las reacciones que provoca. Conmueve ver a políticos, tertulianos, editorialistas y periodistas comentar y valorar sus palabras. Todos saben, en ésa y otras ocasiones, que el rey es sólo un locutor, que lee lo que le ponen por delante (redactado o al menos supervisado por el gobierno de turno), y sin embargo todos hacen como si no lo supieran, o como si los demás no lo supiéramos y tuvieran que disimular para no quitarnos la ilusión.

Ser monárquico obliga a esos ejercicios de voluntaria ingenuidad. Es como esos adultos que siguen haciendo el paripé de los reyes magos incluso cuando ya no hay niños que lo justifiquen. Ser monárquico tiene ese punto infantil, de seguir el juego y evitar las preguntas molestas. Cuando uno participa del juego no ve nada raro: da por bueno el carácter antidemocrático de la monarquía, hace la vista gorda con todo lo que pueda ensuciar la imagen de la corona, y participa en toda su ritualidad sin sentir vergüenza propia ni ajena, lo mismo un discurso solemne que una inauguración o una boda.

Pero si uno lo observa desde fuera, la cosa no tiene ninguna gracia, y todo resulta ridículo, cuando no ofensivo. Es como la religión: pocas cosas tan absurdas como una misa o rezar al acostarse, pero sólo lo vemos así los no creyentes. Pues lo mismo la monarquía. Sabemos que el rey habla como el muñeco de un ventrílocuo (y si se sale del guión lo criticamos), que va a donde le mandan, y que su simpatía, su cariño o el interés con que escucha las explicaciones cuando visita una fábrica, están incluidos en el sueldo. Pero es tan bonito creérselo, ¿verdad? 

Más Noticias