Trabajar cansa

Midnight in la burbuja

 

Si no han visto Midnight in Paris, la última de Woody Allen, no sigan leyendo: esta columna contiene spoiler, y se la destriparía.

En Midnight in Paris un escritor típicamente alleniano consigue, no sabemos si en sueños o por un hechizo, viajar cada medianoche al París de los años veinte, que para él es la edad de oro, con sus cafés, artistas y noches sin fin, cuando París era una fiesta, como la novela del mismo Hemingway que aparece redivivo en la película.

Pues bien, yo llevo una temporada que me ocurre lo mismo que al protagonista de Midnight... Salgo a pasear de noche, y a las doce aparece un coche con unos tipos simpáticos que me invitan a subir. Los acompaño y nos vamos juntos de fiesta, y descubro que no estoy en la España de 2011, sino en otra, la de hace unos años, cuando la burbuja se hinchaba ante nuestros ojos pero nunca iba a pinchar, y el país era una fiesta que no podía acabar.

En esas noches fantásticas tomo copas con vecinos que me echan una y otra vez la cuenta de la lechera: en cuánto está valorado su piso, cuánto sacarán si lo venden, y las facilidades que el banco les da para comprar varios sobre plano. En una mesa próxima veo a un constructor de los de fajo doblado y con goma en el bolsillo, que invita a una ronda a cambio de que le escuchemos contar una vez más el pelotazo que ha pegado con unos terrenos recalificados. Al fondo de la barra, un concejal de urbanismo asiente y sonríe, y a la tercera copa te confiesa el pellizco que ha cogido para el ayuntamiento, el partido y su propio bolsillo.

Así transcurren mis noches, de copas en la edad de oro, hasta que la mañana me devuelve resacoso y pobre al presente. Ay, la nostalgia, qué mala es, pero quién no recuerda hoy, entre ajustes, despidos, recortes y gobernantes repitiendo el estribillo de "la fiesta se ha acabado"; quién no recuerda aquellos años, cuando éramos guapos y felices e iba a durar para siempre.

Sí, ya sé que allí se labró nuestra desgracia actual, pero fue bonito mientras duró. Además, hoy hemos caído pero en el fondo conservamos la esperanza de que cuando pase la tormenta, y el PIB vuelva a crecer, volverán las oscuras golondrinas a nuestro balcón. Tal vez por esa ilusión nostálgica aguantamos como aguantamos sin romper nada, por si aún tiene arreglo. Aunque sospechemos que aquéllas, como las del poema, no volverán.

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