Traducción inversa

Del aburrimiento

La certeza de que la literatura culta resulta "aburrida" para el noventa por ciento de las personas no me provoca ninguna perplejidad. Inversamente, aquello que parece divertir mayoritariamente a  nuestros contemporáneos se nos antoja a algunos un espectáculo infinitamente tedioso. Tomemos el fútbol, por ejemplo. Carreras infinitas coronadas, en el mejor de los casos, por tres o cuatro goles (es decir, objetivos cumplidos). Ese fervor piadoso con el que miles de aficionados siguen la evolución de una pelota durante larguísimos minutos sin llegar a penetrar en la portería del rival. La querella no es contra el deporte. Puedo entender el placer de un partido de baloncesto, con su simetría exultante de encestes paroxísticos. Pero el balompié, invento de británicos parsimoniosos, se pierde en maniobras interminables. Su fascinación nos indica quizá algún tipo de alucinación colectiva cuyos efectos hay que respetar como se respeta todo lo incomprensible.

  El fútbol, como las religiones, requiere una fe primordial que los laicos observamos con estupor. Cuando se lleva una parte significativa de vida vivida, sin embargo, determinadas elecciones ya son irreversibles. La mayoría considera aburrido todo aquello que no provoca una satisfacción elemental e inmediata y, no obstante, están dispuestos a esperar hora y media para que su ídolo de pies alados evite que el portero detenga un balón caprichoso.

  Por supuesto que hay intelectuales a los que les gusta el fútbol, como debe haber futbolistas que lean La montaña mágica. Esos tipos me parecen admirables. Quizá Dios exista, después de todo.

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