La Universidad del Barrio

La mariposa de Wordsworth, las cigarreras de Alicante y un bebé en el parlamento. Por Noelia Adánez

 

Desde la perspectiva del liberalismo burgués, en el siglo XIX las mujeres eran consideradas madres y esposas, solo incidentalmente trabajadoras. El trabajo de las mujeres era una fuente (transitoria en el mejor de los casos) de ingresos y, por eso mismo, una contribución a la supervivencia de la unidad familiar. Hace doscientos años el trabajo femenino estaba estigmatizado hasta el punto de que, precisamente, esta situación contribuyó a movilizar a las señoras de clases altas a la filantropía en defensa de las obreras. Probablemente la subordinación de las mujeres trabajadoras sirvió de excusa para que se forjara una identidad femenina burguesa de signo como digo filantrópico (que reforzaba el orden burgués), al tiempo que la mencionada estigmatización del trabajo de las obreras constituyó un obstáculo insalvable para que éstas pudieran desarrollar una identidad femenina autónoma de tutelas y basada en la común experiencia de opresión. (Paradojas de las luchas de género ...)

En el siglo XXI hay mujeres trabajadoras que además se sienten madres y parejas/compañeras (el término esposa suena quizá un tanto añejo). Hay mujeres trabajadoras que querrían elegir una forma de crianza de los hijos que implica un gran apego particularmente en ese periodo de lactancia que la OMS nos recomienda que se extienda por en plazo mínimo de seis meses (http://www.who.int/topics/breastfeeding/es/). Por supuesto también hay mujeres trabajadoras que no tienen este anhelo y naturalmente mujeres trabajadoras que no tienen deseo alguno de ser madres.

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En el siglo XIX las mujeres trabajadoras acudían a menudo a sus lugares de trabajo con sus hijos porque eran madres a tiempo completo y trabajadoras también fuera del ámbito doméstico. Estaban obligadas a cumplir ambas funciones; hoy hablaríamos de conciliar. Es especialmente conocido el caso de las cigarreras, que liaban el tabaco mientras sus bebés dormían las horas en cajones. En la perspectiva de la época, los hijos no les afeaban el trabajo; el trabajo les afeaba la maternidad. Por eso, por ejemplo, las damas de alcurnia de la sociedad de Nuestra Señora del Remedio fundaron un asilo en Alicante para auxiliar a las madres operarias en la Fábrica de Tabacos, que se veían abocadas a abandonar a sus hijos durante el día. El reglamento de la casa de acogida de los hijos de las cigarreras de 1888 establecía rígidas normas para regular el "asunto" de la lactancia. Los niños eran entregados por turnos a sus madres, que debían procurar detenerse el menor tiempo posible en la alimentación de sus vástagos[i]. Se trataba entonces de establecer un orden: compartimentalizar espacios, actividades, horarios, sentimientos. La atención a las criaturas con las que aquellas mujeres cargaban era su obligación principal. Ante el temor de que la actividad en la fábrica y su indeseable socialización en sabe dios qué ambientes las distrajera de su obligación principal, otras mujeres velarían por su cumplimiento, tutelando y regulando los tiempos y los afectos (la vida) de las obreras.

 

En el siglo XIX los cuidados a los hijos son por tanto tutelados y restringidos, pero no apartados del espacio de trabajo. En el siglo XXI los cuidados, que han seguido siendo parte esencial del desempeño y la vida de las mujeres (y de algunos hombres) han sido confinados al espacio privado, a la intimidad y, por ende, invisibilizados. Se les supone, elípticamente, en los debates sobre la conciliación, pero no se aborda políticamente/públicamente el tema de los cuidados salvo en planteamientos muy audaces (y en este momento poco realistas, me temo) sobre la posibilidad de retribuir el trabajo doméstico (de, en su mayor parte, mujeres).

 

Presumo que, una vez más y en este caso con relación a las mujeres, el paradigma del progreso parido por la Ilustración termina haciendo aguas más que rompiéndolas para alumbrar un verdadero universo de emancipación. (No pude evitar la metáfora!). Porque ¿podemos considerar que la invisibilización de los cuidados, daño colateral de la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, representa un avance hacia la emancipación (por ponerlo en términos ilustrados) respecto a la situación de las trabajadoras del siglo XIX? ¿Podemos realmente pensar que es posible un debate y unas políticas ajustadas sobre conciliación cuando lo que se ha de conciliar con el trabajo remunerado es invisible? Porque es invisible. No vale con suponerlo. La crianza no debe suponerse nunca. En todos los casos es un proceso abierto y desafiante que ocupa un tiempo indefinido, a menudo ilimitado. Es un proceso transformador e insólito y, es verdad, pleno de futuro. Y esta última es una noción que no deja espacio para el descanso.

 

Ayer alguien me advirtió que si cuidas a un bebé y trabajas al mismo tiempo no harás bien ninguna de las dos cosas. En mi experiencia y en la de tantas otras mujeres el problema está en definir cuándo estás trabajando y cuándo estás cuidando de tus hijos. ¿Cuántas veces me senté a escribir al ordenador o a preparar clases con mi hijo colgado del pecho? ¿Cuántas veces ahora me siento frente al ordenador o a un libro mientras él divide por números de dos cifras? ¿Y cuántas veces las cigarreras de finales del siglo XIX limpiaron sus manos en el mandil, a contrapelo, para poder ponerle un dedo en la boca al bebé que lloraba en el cajón y silenciar su ansia, su hambre?

 

Mi aspiración, lo sé, difusa, es que las mujeres del siglo XXI quedemos cada vez más libres de definirnos, de adjetivarnos. Que podamos actuar sin ser calificadas y que la ley nos ampare en nuestras actuaciones cuando son para el bien de nuestras personas (proyectos, anhelos,  ambiciones) y de las de nuestros hijos e hijas, que nacieron porque ya los amábamos.

 

Hay que visibilizar lo que permanece oculto. (Frase tantas veces estérilmente repetida, de resonancias tan foucoltanianas que parece casi ya de un siglo superado, cuando en absoluto lo está). Que todavía es mucho. Cuando hablamos de cuidados tenemos que confrontarnos con lo que "son", que es una forma de decir con lo que quienes cuidan viven. Un bebe en el congreso el día que se constituyen las cortes es una maravillosa forma de exponer públicamente esto que estoy contando. Salvo que alguien piense que el congreso es un templo, y entonces le asalte la terrible escena de Salomón administrando justicia. Pero como el congreso no es un templo, sino en todo un caso un ágora del siglo XXI, el llanto de un bebe en medio de un debate debería ser tan disruptivo como sugiere la lectura del poema de Wordsworth a la mariposa. Una disrupción que, a lo sumo, nos evoca que todos vivimos una "edad de la inocencia en la que un día duraba tanto como veinte ahora".

 

A una mariposa

Toda una hora mirándote posada

en el fiel de esa flor amarilla,

pequeña mariposa en calma,

y aún no sé si libas o sesteas.

¡Cuánta quietud!, -tan distinta a la de un mar

congelado-, mas, de pronto,

qué dicha te aguarda cuando la brisa

te encuentra en la enramada

para llevarte al punto en volandas.

 

A este huerto de flores y árboles frutales

que mi hermana y yo poseemos,

ven a reposar cuando te pesen las alas:

¡haz de este santuario tu morada!

No dejes de visitarnos ni temas daño alguno

¡Quédate junto a nosotros, en la rama!

Hablaremos de sol y melodías

De los dulces veranos de la infancia;

Edad de la inocencia en la que un día

duraba tanto como veinte ahora.

 

William Worsworth

Traducción de Pedro Tena

 

 

 

 

 

 

 

[i] Información extraída del artículo de Alicia Mira, "Imágenes y percepciones de las mujeres trabajadoras en la sociedad liberal y en la cultura obrera de finales del siglo XIX y principios del XX", en Ana Aguado, Teresa Mª Ortega (eds.), Feminismos y antifeminimos, PUV, 2011

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