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¿Cómo es una huelga de hambre?

Por Antonio Pérez, miembro de La Comuna.

Tras 40 días de sufrimiento, cerca de dos mil palestinos prisioneros en Israel han dado por terminada su huelga de hambre. Ahora, todos ellos sufrirán secuelas que pueden llegar a las muertes súbitas o adelantadas. Porque las huelgas de hambre se sabe cómo empiezan pero nadie sabe cómo terminan, huelguistas incluidos. Estas líneas van destinadas a informar sobre algunos detalles de este modo de resistencia extremo, legítimo y pacífico.
Lo primero es recordar lo obvio: la huelga es mortal en potencia y, a menudo, en acto. De esto último, hay multitud de ejemplos, empezando en 1981 con los diez presos políticos irlandeses que murieron en el penal de Maze por la vesania de Thatcher, y terminando con los que mañana sucumban en Palestina que ojalá sean los menos posibles. Y una obviedad menor: nadie quiere declararse en huelga de hambre, ni siquiera los suicidas, porque saben que hay muertes mejores que la muerte paulatina, incontrolable y crudamente dolorosa que acecha a los huelguistas.
Una vez subrayado lo obvio, podemos comenzar el análisis de la huelga de hambre separándola de experiencias radicalmente diferentes como la del ayuno del que, por tanto, no hablaremos más. Asimismo, conviene distinguir con igual contundencia analítica entre las huelgas de hambre que se desarrollan en las cárceles y las que se emprenden en un entorno con mayor o menor libertad. Es inevitable que desconfiemos del rigor de algunas de éstas últimas –repito, de algunas. Un caso extremo: el disidente cubano G.F. dice haber llegado en su casa al medio año en huelga de hambre, algo lógica y fisiológicamente imposible porque la estadística reza que nadie ha llegado a los tres meses –menos de una semana si es también huelga de sed-. Lo menciono sólo porque me parece una falta de respeto a los que de verdad se ven obligados a adoptar una medida tan cruel. Señor G.F.: con las cosas de comer no se juega, y mucho menos con las de no comer.
Desbrozado el camino, me referiré a la huelga de hambre en las cárceles, un espacio donde el huelguista está absolutamente controlado y donde no caben triquiñuelas. Llegados hasta aquí, es forzoso citar a la fuente de información más ubicua: la Wikipedia. Pues bien, debo decir que, en la voz "Huelga de hambre", la Wikipedia en español acierta en algo y desbarra en otro tanto: acierta cuando sostiene que "a partir de la segunda semana de huelga, aparece el mal aliento y el mal olor de la orina" y también cuando asegura que "no se pierde excesiva masa muscular incluso con ayunos de dos o tres semanas". Pero desbarra cuando dictamina que se produce "una pérdida de interés por la comida durante casi todo el ayuno excepto durante los dos o tres primeros días". Ignoro de dónde habrá sacado semejante dato pero, basándome en la experiencia de mis colegas talegueros y en la mía propia, afirmo que es falso: durante la huelga, se piensa en la comida desde el primer hasta el último día. De hecho, hasta se sueña con comer llegándose a delirios como, por ejemplo, el de M., aquel compañero catalán aficionado al montañismo que soñaba con esquiar deslizándose entre colosales helados de vainilla.
Si nos limitamos a los plantes colectivos de los presos políticos del tardofranquismo –caso relativamente parecido al de los huelguistas palestinos-, y los extrapolamos lo menos posible, descubriremos que la declaración de huelga de hambre comienza con una paradoja: nos negamos a comer para propagar reivindicaciones políticas y, de paso, para mejorar nuestra situación penitenciaria, pero lo primero que conseguimos es la supresión de todo contacto con el exterior –abogados incluidos-, y el empeoramiento del régimen interno porque automáticamente nos aíslan en el chopano o celdas de castigo.

Desde el mismo momento en el que nos declaramos en huelga, se acaba la precaria coexistencia entre presos y boqueras –funcionarios-. A éstos se les rompen los nervios. Estalla su sadismo, antes apenas encubierto, y aparecen el uso de las gomas (porras) y las amenazas: "Te vas a morir ignorado como un perro, te quedarás ciego e impotente". La intelectualidad (¿) oficial se quita la careta para demostrarnos la inutilidad y el peligro físico de la huelga. Por muy truculentos que se pongan, nosotros seguimos erre que erre porque estos médicos, maestros y capellanes, rabinos o imanes no nos dicen nada que no sepamos. Lo único que nos interesa es saber si van a llegar a la alimentación forzada, pero ni siquiera se lo preguntamos al personal sanitario porque nos mentiría.
Desconocemos los infundios con los que estarán aterrorizando a nuestras familias; peor aún, tampoco sabemos nada de cómo estarán en otras cárceles nuestros compañeros. ¿Qué pasará en la calle?, ¿y la opinión internacional? Los golpes en la pared son insuficientes para comunicarnos con los vecinos de chopano. A los presos sociales (los comunes), les prohíben acercarse a las celdas de castigo. Los que pasan a toda hora ofreciéndonos el rancho no pueden ni guiñar un ojo porque están vigilados por varios boqueras.
Bebemos continuamente agua. No salimos de la horizontal, haya o no haya catre. Ahorramos energía. Intentamos ignorar el estómago pero es imposible. Sin embargo, estamos felices porque cumplimos esa obligación libremente adquirida que se resume en no hacer nada. La situación empeora cuando nos llegan rumores de que algunos compañeros han sufrido graves crisis de salud y han tenido que abandonar la huelga: "¿Estarán realmente graves?, ¿seré yo el siguiente?".
Pasan las semanas. Celosas de sus proteínas, huyen las moscas. Llegan la debilidad física y el sopor; el día y la noche se confunden en un duermevela del que se ha ausentado el erotismo. La oficialidad comienza a hacernos maravillosas promesas muy por encima de sus competencias. Oídos sordos. Y en esto nos llega la ocasión de dejar la huelga. Henchidos de orgullo, finalmente abandonamos la soledad absoluta al encontrarnos con varios de los compañeros. Nos cambian de unas celdas de castigo a otras más llevaderas. Empezamos a mejorar.
Segunda paradoja: si la huelga triunfa -no siempre es así-, pasamos de pedir a exigir. La oficialidad se bate en retirada. Desaparece todo rastro de hipócrita paz; ahora los beligerantes, los que amenazamos, somos los presos. Pero todavía tenemos que representar la comedia bufa del papeleo; como hemos cometido una ilegalidad, tenemos que recurrir a los resquicios legales para atenuar el castigo. Vuelta a las instancias firmadas con la abominable etiqueta "Gracia que espera obtener de V.I. cuya vida guarde Dios muchos años".
Nos contestan en aquel farragoso lenguaje burocrático del tardofranquismo que aborrecía la expresión presos políticos -si acaso, se nos definía como presos por convicción cuando no internos a secas-. Nos confirman la sanción puesto que "Según expreso reconocimiento de todos y cada uno de los recurrentes, la huelga de hambre, declarada por los mismos con unidad de propósito y previo concierto, pretendía hallar una solución para las reivindicaciones colectivas planteadas por quienes hoy recurren, hechos que, por no haberse atemperado al cauce reglamentario, implican una falta muy grave que define como plante o acto subversivo el artº 112/3 del vigente", etc.
Efectivamente, previo concierto no nos hemos atemperado a ningún Reglamento. Mal que les pese a los uniformados, nuestra solidaridad inter-partidista se ha robustecido. No hemos llegado a la extenuación así que no sabemos si el Poder hubiera recurrido a la sumamente ilegal alimentación forzada. Hoy no lo sabemos, pero ojalá que no hayan sufrido esta última tortura muchos de nuestros hermanos, los huelguistas palestinos.

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