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¿Qué hacer con Berlusconi?

Cualquier ciudadano con un mínimo sentido ético debería estar preocupado con la presencia de Silvio Berlusconi entre los estadistas europeos. Que haya triunfado en los comicios de su país, lejos de ser obstáculo para la crítica, invita a reflexionar sobre el estado de salud de la democracia italiana. Y la circunstancia de que tal personaje reciba hoy un tratamiento deferente en el ámbito internacional ilustra sobre la estatura intelectual de quienes en su día le sirvieron de lobbistas para que fuera aceptado en la sociedad política.

Su principal valedor internacional –ahí están la hemerotecas– fue José María Aznar. En su apogeo como gran líder de la derecha europea, el entonces presidente español consiguió que Berlusconi, dueño de un partido plutocrático con nombre futbolero (Fuerza Italia) y socio de los neofascistas de Alianza Nacional, fuese aceptado en el Partido Popular Europeo. Entre ambos líderes se desarrolló una estrecha amistad. Berlusconi movilizó toda su trama mediática para exaltar a Aznar como el genio de la economía mundial y, después, actuó como testigo en la fastuosa boda de la hija del presidente español en El Escorial.

Hace nueve años, en una decisión sin precedentes, los líderes comunitarios impusieron un paquete de sanciones al canciller austríaco Wolfgang Schüssel por formar gobierno con el partido FPÖ del filonazi Jörg Haider. Las sanciones incluían la reducción de contactos institucionales con el Ejecutivo austríaco y el no apoyo a candidatos de ese país a ocupar cargos de relevancia internacional. El cordón sanitario fue levantado siete meses después cuando un comité de sabios determinó que el Gobierno austríaco cumplía los requisitos democráticos básicos.

Aquella fue una decisión muy polémica, pero tuvo el efecto de acallar al vociferante Haider y contener su tentación de aplicar políticas extremas contra inmigrantes, minorías y refugiados. En el caso de Berlusconi, no se ha tomado ninguna medida semejante, pese a su alianza con neofascistas, a su trato vejatorio hacia las mujeres, a sus líos con la Justicia, a su utilización descarada de las instituciones para evadir las causas abiertas en los tribunales.

Vale, que no le impongan sanciones como a Schüssel, pero, al menos, que no le festejen las gracias. Que los demás líderes lo traten con cortés frialdad. Que le hagan sentir de algún modo que es un apestado. Pero mucho me temo que eso es pedir demasiado a nuestros dirigentes.

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