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Hay que tomárselos en serio

Con independencia del número de manifestantes que se echaron ayer a la calle en casi mil ciudades de los cinco continentes, el 15 de octubre de 2011 será recordado como el día en que se produjo la primera protesta genuinamente global contra el orden establecido. Inspirados por el 15-M español, ciudadanos de todo el mundo, desde Nueva York hasta Seúl, pasando por Buenos Aires o Roma, se unieron bajo un lema común –"Unidos por un cambio global"– para expresar su indignación contra un sistema dominado por las fuerzas de los mercados y del que se sienten marginados, por no decir excluidos. Algunos partidos, tanto en España como en otros países, podrán seguir insultando y acosando a los activistas de esos movimientos de protesta, pero cualquier político sensato debería tomárselos en serio e intentar comprender, y atender, los motivos que subyacen en esta ola de descontento, sobre todo cuando se está canalizando por medios pacíficos. No basta con escudarse en que sus mensajes son muy difusos. O en descalificar determinadas exigencias, como se ha hecho con la reclamación de una democracia "real", con el argumento de que esa democracia ya existe, al menos en los países desarrollados. Hay que ser ingenuo, o cínico, para no advertir que "algo va mal", como señalaba el título del último libro de Tony Judt. No es casual que el movimiento de los indignados haya eclosionado en medio de la actual crisis financiera, en la que se está manifestando con brutal naturalidad el rostro más injusto y despiadado del actual modelo económico ante la pasividad, o la connivencia, de los gobiernos elegidos por los ciudadanos.

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