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La Iglesia y las leyes que hay que cambiar

Por tercer año consecutivo, ayer se celebró en Madrid la denominada Misa de la Sagrada Familia. Lo que en su origen parecía un mero acto de protesta contra ciertas iniciativas impulsadas por el Gobierno, se ha convertido, a la chita callando, en una nueva tradición católica, en la que la jerarquía de la Iglesia y otras organizaciones religiosas ultraconservadoras utilizan el espacio público de la ciudad para realizar exhibiciones de fe y arremeter contra iniciativas aprobadas por el Parlamento soberano. Para ello cuentan con el preceptivo permiso –y alguna colaboración económica– del Ayuntamiento madrileño, en manos del PP. Es decir, todo lo contrario de lo que se espera de un Estado laico, en el que las manifestaciones religiosas deberían circunscribirse al ámbito estrictamente privado.

En esta ocasión, los organizadores del acto, abanderados por el arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, atacaron con duras palabras tres leyes –matrimonio homosexual, divorcio exprés e interrupción voluntaria del embarazo– que han sido aprobadas por mayoría parlamentaria en virtud de unos procedimientos democráticos de los que carece, por cierto, la Iglesia.

Puestos a derogar leyes, quizá sea el momento de poner fin a los privilegios, impropios de una sociedad moderna, que la Constitución y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 confieren a la Iglesia católica, como bien señala en estas mismas páginas el presidente de Europa Laica. En ese sentido, los actos oficiales y los espacios públicos deben dejar de ser escenario para la divulgación de la fe y los servicios de Hacienda no han de utilizarse como instrumentos de recaudación para la Iglesia, como ocurre hoy con la casilla del 0,7% del IRPF. Además, debería someterse a revisión la principal fuente de financiación de la Iglesia, que son los cerca de 5.000 millones de euros al año que el Estado le concede por concepto de conciertos educativos, exenciones de impuestos, ayudas a la conservación del patrimonio artístico, pago de profesores de religión y capellanes, etc.

Las leyes del matrimonio gay, el aborto libre en las 14 primeras semanas o el divorcio rápido constituyen, simplemente, nuevos derechos. Una y otra vez parece necesario repetir lo obvio: nadie está obligado a abortar o a divorciarse; ningún gay está obligado a casarse. La única obligación real es la que se impone a todos los ciudadanos de sostener una Iglesia anticuada y militante que, encima, insulta a quienes respaldan iniciativas civiles que chocan con los dogmas y doctrinas eclesiásticos.

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