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La sororidad como práctica política

Me encontré con Carmen Alborch hace siete años, cuando yo acababa el máster de Género y Políticas de Igualdad. En ese momento formaba parte de un colectivo de estudiantes feminista de la Universidad de Valencia y participé activamente en la constitución de un nuevo colectivo en Valencia bajo el nombre Cultura por la Igualdad: Círculo Feminista. Junto con otras compañeras del mundo asociativo, sindical, empresarial y político, teníamos la pretensión de crear un espacio de encuentro lo más ancho posible de organizaciones y mujeres comprometidas con el logro de una sociedad y un cultura igualitarias. Más concretamente, queríamos organizar un frente común de resistencia y movilización feminista en todos los ámbitos de la sociedad valenciana ante la amenaza a los derechos de las mujeres y en las políticas públicas de igualdad que suponían tanto el gobierno autonómico como municipal del Partido Popular. Bajo ese paraguas organizaremos debates y encuentros de temáticas muy diferentes para llegar a las mujeres, y los también hombres de la ciudad, y generar opinión y sensibilización.

Desde ese momento, aprecié como una de las grandes cualidades de Carmen su gran capacidad para tejer redes y facilitar encuentros, proyectos y afectos entre las personas. Especialmente entre las mujeres. Era una gran creyente y practicante de la ética de la sororidad. Nos invitaba a hablar sobre nosotras, las mujeres. A reflexionar sobre las relaciones que establecemos con otras mujeres, para superar la atávica misoginia. Escribía en su libro Malas (2003): «Nos conviene liberarnos de ciertos miedos paralizantes, romper el cerco de los tópicos, los estereotipos, de los lugares comunes acerca de nosotras, y darle un papel protagonista a la creatividad, la franqueza, el respeto, la alianza, la complicidad».

Otra cualidad que reconozco y he admirado siempre en ella, como un rasgo esencial y cautivador de su manera de estar en el mundo, era su libertad. Mirándola me daba la impresión de que todo era posible, que ella era plenamente la dueña de sí misma y de su existencia.

Me pregunto si ha sido eso, junto con las diferentes responsabilidades y la proyección pública, lo que ha hecho de Carmen un símbolo de nuestra ciudad. De la modernidad, libertad y amabilidad que potencialmente tenía el ‘Cap i Casal’ pero que parecía que nunca podría volver a brotar por culpa de la mediocridad, la auto-odio y el meninfotismo con que nos maltrataba la derecha valenciana.

El pasado 9 de Octubre, día de la Comunidad Valenciana, Carmen fue reconocida con la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana. En su discurso de agradecimiento destacó dos palabras como síntoma de los nuevos tiempos: lucha y esperanza. Una lucha y una esperanza que precisamente han vuelto a brotar. Ahora luchamos y trabajamos, como antes, por el mundo justo, solidario e igualitario que queremos. Ahora, además, tanto desde el Gobierno del Botánico como desde el Gobierno de la Nave de Valencia, ponemos al servicio de ese mismo objetivo las políticas y recursos públicos.

En ese acto Carmen también expresó su deseo de que el feminismo fuera declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, como el gran movimiento social que ha conseguido, como ningún otro, que más de la mitad de la población mundial gane derechos de ciudadanía y libertades individuales y colectivas impensables hace un siglo. Tomamos su testimonio: hagamos de las políticas públicas, políticas públicas feministas; pensemos las calles y hagámoslas nuestras; ocupemos las estructuras de poder para limpiarlas de violencia y de imposición; entrelacémonos unas con otras para construir comunidades donde la alegría y los cuidados estén en el centro.

Más allá de las discrepancias partidistas, Carmen nos abrió camino a todas. Y se lo agradeceremos siempre. Buen viaje, maestra.

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