Al piano

¿El momento Waldo?

Juanma del Olmo*

Decía el gran Eduardo Galeano, hablando de fútbol claro, que los humanos tenemos una tendencia natural a erigir ídolos para después derribarlos: "El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos". La producción simbólica de referentes de masas no es una novedad de nuestra época. Son estos iconos los que nos sirven de espejo, de reflejo individualizado de nuestros propios deseos y miedos. Los ídolos de cada época, desde esta perspectiva, pueden ser leídos como el texto ideológico de las sociedades que los construyen.

De una u otra forma, siempre nos movemos en las coordenadas de los ídolos, entre tótem y tabú, entre deseo y prohibición, entre la necesidad de tener referencias estables y el placer de la saltarse las normas. Y en esa tensión entre querer ser y no atreverse a ser del todo, habitan gran parte de nuestros miedos e ilusiones individuales y colectivas. No es nada nuevo.

La diferencia con la actualidad, quizás, es la enorme rapidez de producción de nuevos falsos ídolos y la aceleración de nuestros deseos: el consumo inmediato de símbolos e imágenes, que nacen y mueren bajo la luz del foco mediático y la comunicación ultra-rápida, prácticamente instantánea, dejan poco espacio para la reflexión y transforman todo debate en una especie de fuego cruzado de afirmaciones efectistas sin contenido. Esas prácticas terminan por convertir cualquier debate en simples "juegos del lenguaje" y a los interlocutores en máquinas productoras de "zascas" para consumo en las redes sociales. Con esas técnicas y esas tácticas, los aspirantes a nuevos ídolos de masas terminan por transformarse en ilusionistas, en magos repletos de trucos lingüísticos, que solicitan ser reconocidos en base a su destreza retórica y no en función de la racionalidad de sus argumentos.

Quizás el canibalismo mediático de la política espectáculo actual nos impide, en muchas ocasiones, comprender la fuerza de una estrategia política tan eficaz como sencilla: decir la verdad. La potencia de la verdad como herramienta discursiva es constantemente infravalorada por los profesionales del argumentario y los asesores de imagen. Hay una actitud de cínico desprecio hacia quienes reivindican la verdad. Se considera ingenuo a quien quiere decir la verdad, una verdad pequeñita y provisional, no una gran verdad absoluta, pero una verdad al fin y al cabo. Dicen que la verdad tiene baja cotización, no es mainstream, y por discreta que sea, suele hacer demasiado ruido. Quizás la verdad no siempre sea revolucionaria, pero está claro que siempre es peligrosa. Para quienes perciben la realidad como un simple relato, la verdad es un marco perdedor. Y es posible que sea más difícil hacer política desde la sinceridad y la coherencia que desde la calculada ambigüedad del político profesional, tal vez incluso, a corto plazo, sea menos rentable, pero sin la verdad, la política empieza a difuminarse peligrosa y progresivamente, y casi sin darnos cuenta acabamos alimentando eso que ahora se llama la "post-verdad" y que antes se llamaba mentira. Es un juego de riesgo excesivo, lo hemos comprobado en múltiples ocasiones, cuanto más se alejan los representantes políticos de la verdad, más fácil es que terminen creyéndose sus propias mentiras. Cuanto más lejos estén de la gente, más cerca estarán del poder y, por ello, más probable es que se olviden de cuál era su compromiso y con quien tienen una responsabilidad. Ciertamente, en política, la verdad puede ser relativa, pero la mentira ya se ha comprobado que puede ser absoluta.

Como casi siempre suele ocurrir, es en la ficción donde mejor se percibe el riesgo potencial de olvidar o negar la verdad. En 2013 la segunda temporada de Black Mirror finalizaba con un capítulo, más que inquietante, descriptivo de ciertas tendencias sociales que se han ido concretando a diversos niveles. En The Waldo Moment, según el creador de Black Mirror, Charlie Brooker, lo que estamos visualizando es un futuro cercano en el que la gente tiene más confianza en personajes de ficción, en los dibujos animados, que en sus propios representantes políticos; "la gente confía más en personajes animados que en los políticos". Quizás no, o mejor dicho, todavía no es exactamente así. (Aunque, obviamente, viendo la victoria de Trump la hipótesis de Brooker cobra fuerza) Pero de momento, para nosotros, el relato de The Waldo Moment expresa un riesgo más básico, un peligro que siempre acecha detrás de cualquier proyecto crítico con el establishment; convertirse en funcional para el propio sistema que se cuestiona, quedar absorbidos por el espectáculo mercantilizante y desilusionar a quienes esperaban un verdadero cambio. El giro final de la narración, convirtiendo a Waldo en una figura omnipresente que ejerce un control social absoluto, al estilo del Gran Hermano de Orwell, es un aviso de las perversiones que habitan en determinadas ilusiones y un recordatorio de la necesidad de verdad y coherencia en el discurso político. Pero Waldo también representa el "grado cero" de lo político, la transformación de la política en una máquina de guerra comunicativa, controlada por un consejo de administración. Waldo no es real ni autónomo, y su propio creador es víctima de quienes han terminado por apoderarse de su creación. Waldo pasa de ser la representación extrema de la desafección popular hacia el sistema, un ídolo de masas que denuncia los abusos y los absurdos de las élites, a convertirse en el nuevo portavoz oficial del establishment. Como todas las pequeñas fábulas de Black Mirror, el espejo nos devuelve una imagen nada complaciente de nosotros mismos.

Todo indica que nuestro mayor desafío ahora, en Podemos, es ser capaces de evitar construir nuevos falsos ídolos. Tenemos que impedir que la rebelión popular contra el régimen termine encabezada por un personaje al estilo de Waldo: un simple muñeco, un títere, instrumentalizado al servicio de las élites y utilizado para desmovilizar al movimiento de indignación popular que en su momento representó. Nuestro mayor riesgo es convertir a Pablo Iglesias en un Secretario General de cartón que, como Waldo, sea enjaulado y manipulado por un Consejo que lo utilice, como un falso ídolo de masas, contra su propio pueblo.

*Juanma del Olmo es Diputado de Unidos Podemos y miembro del equipo Podemos Para Todas.

 

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