Diario de la Antártida

11 y 12 de enero. Isla Decepción

pinguinos-2buena.jpgNi comen a base de latas, ni pasan frío por las noches, ni están completamente aislados. Para estar en el fin del mundo, las comunicaciones son fantásticas. Tanto, que una hora después de instalarnos, nos llamaban del control de la Sexta Noticias para entrar en directo, por primera vez en una televisión española desde la Antártida. Conectamos en directo y salió bien, para nuestra tranquilidad y orgullo del Ejército de Tierra.

Después nos incorporamos a los planes de los habitantes de la base que, como decía, no pasan tantas penurias como yo pensaba, aunque es verdad que no pueden ducharse todos los días, ni descansar en toda la semana, ni, por ejemplo, pueden permitirse el lujo de pisar por donde quieran o sustituir el catre por una cama.

Conocimos al personal y comimos como reyes. Guiso de costillas y lenguado. Así, recuperamos algo de energía para seguir trabajando. A estas alturas yo empecé a sufrir lo que ellos llaman ‘Mal de Tierra’. Tenía la sensación de que la tierra se movía. No tenía estabilidad ni podía centrar la vista. Una sensación de descontrol total que, según me explicaron, se debe a cierta intolerancia al barco. A pesar de todo, este síntoma no era nada comparado con la necesidad que tenía de descansar bien, por fin. Pero aún eran las cuatro de la tarde y sólo íbamos a pasar aquí dos días, así que no había tiempo que perder.

Traje de supervivencia, pasamontañas, gorro, guantes, anorak y de un salto a la Zodiac. De la mano de un vulcanólogo y del jefe de la base, David y yo recorrimos la isla. Lo primero: Fumarolas. Una zona donde el magma del volcán está cerca de la superficie y la ceniza aún humea. A tan sólo dos centímetros de profundidad, la tierra está a más de cien grados y el agua más cercana hierve. Al otro lado del cráter, una pequeña bahía que aún conserva la huella de los balleneros. Hasta aquella ‘piscina’ llegaban 30.000 cadáveres de ballena al año hace no más de 70 años. Allí cazaban y allí vivían estos pescadores que hoy serían denostados.

Agotados, de verdad, agotados, después de casi dos días sin dormir lo suficiente ni en condiciones, moviéndonos a un ritmo frenético y con una sensación térmica de quince grados bajo cero, nos fuimos a dormir. A mí me costó mucho adaptar mi cuerpo a un catre sin colchón y descansar sin almohada. A David, más, y eso que tenía la espalda rota de seis horas de cámara al hombro. Cuando amanecimos, seguíamos con una tremenda sensación de cansancio.

¿Qué era en esta ocasión lo que nos iba a tirar del cuerpo para arriba? La pingüinera.
Dos horas de caminata por la montaña y de repente -insisto- de repente, tras la última cumbre, 30.000 parejas de pingüinos nos saludaron a gritos desde el valle. ¡Qué espectáculo! ¡Qué poco me acordaba yo de lo cansada que estaba!

Y con los pingüinos, las pingüinólogas. Tres jovencísimas investigadoras a las que merece la pena observar en su trabajo de campo. La delicadeza con la que tratan a los animales, el cariño con el que devuelven las crías a sus madres y la naturalidad con la que hablan de su extraordinario trabajo hacen que resulte incomprensible que otros nos podamos dedicar a otra cosa.

A la hora de comer, arroz con bogavante, nada menos. Y a la hora de brindar por nuestra despedida, David y yo recibimos un señor diploma de la base por "nuestro esfuerzo para divulgar la actividad antártica". Yo, lo digo en serio, debí de engordar entonces los cinco kilos extra que he registrado hasta ahora. Ya por la tarde recorrimos la base, entrevistamos a más protagonistas y nos preparamos para volver al buque Las Palmas. Sólo un día y medio después de llegar, estaba completamente integrada en el entorno. Los escenarios antárticos me seguían fascinando, aunque hubieran abusado de mi capacidad de sorpresa.

Por suerte, esta vez, el buque nos iba a dejar en la próxima estación a una hora idónea para ir directamente a la cama. Justo antes de llegar, caigo en la cuenta de que llevo días sin comunicarme con los míos. Por un momento me siento culpable. Dura poco. Lo cierto es que no he tenido tiempo ni para respirar. Mañana les llamaré. Ahora tengo que instalarme en la base antártica española Juan Carlos I que, por lo que deja ver el barco, no tiene nada que envidiar a su compañera.

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