Diario de la Antártida

1 de enero de 2008. Madrid

Hoy es un día tradicionalmente ocioso para la mayoría pero, esta vez, no para mí.
Lo he dedicado a empaquetar y repasar mentalmente todo lo que necesitaré para el largo viaje que emprendo mañana hacia el sexto continente. Además de la ropa adecuada y todo lo que no debe olvidar una mujer en el neceser –cada día más repleto de ‘por-si-acasos-’, el parte médico que demuestra mi aptitud para tan excepcional travesía, la cámara de fotos, el cargador del móvil, el libro que, espero, amenice las más de 40 horas de viaje entre pitos y flautas, aspirinas y el pasaporte...
Lo obvio, sí, pero lo más fácil de olvidar teniendo en cuenta que cada vez es menos útil en los viajes de ‘máximo a cuatro horas de distancia’; los más habituales.

En fin, he llegado a pensar que padezco lo que yo llamo el síndrome de Diógenes del viajero inseguro, a juzgar por la cantidad de aditamentos que llevo para tanta posible contingencia.
Creo que llevo todo lo que necesito, pero no consigo evitar la sensación de que me falta algo -nada que no haya sentido siempre que dedico tanto tiempo a planificar algo, en honor a la verdad-.
Aunque lo cierto es que, en este caso, no se puede tener todo controlado, puesto que no sé exactamente lo que voy a encontrarme. Hielo, sí; frío, también. ¿Y qué más sé de la Antártida? Allí voy para encontrar la respuesta.

Antes, me esperan doce horas de vuelo a la capital quechua, dos de trasbordo, cuatro más a Santiago de Chile, otras cuatro de espera y otras casi cinco a Punta Arenas, en la Patagonia: el fin del mundo habitable.
Entre este periplo y la diferencia horaria, para ir hasta allí habré destinado casi dos días de mi vida. ¡Para que luego digan que en el mundo ya no hay distancias! Estoy emocionada, nerviosa, expectante.
No sentía algo así desde que, hace quince días, recibí la llamada del Ministerio de Educación y Ciencia para decir que habían seleccionado nuestro proyecto, que nos llevaban a la Antártida a ver lo que se cuece allí... ¡Vaya! No es ésta la expresión más adecuada para la tierra que nunca registra temperaturas en positivo.
El frío me tiene un poco preocupada. Mi ignorancia sobre este terreno evita que pueda preocuparme sobre algo más. ¿Llevaremos el equipaje adecuado? Porque ya no se trata de mí, de lo friolera que soy o de lo mal que duermo fuera de casa.

Se trata de un equipo de grabación y montaje que, además de pesar cerca de treinta kilos y costar algo parecido en euros, me han contado que podría no sobrevivir a una helada. Dicen que allí las baterías se funden, que la sensación térmica es tan cortante que uno llega a no sentir la diferencia entre cinco y cincuenta grados bajo cero. Pero no es el peso ni el dinero lo que me tiene algo agitada. Es el miedo a que algo falle y no podamos volver con las imágenes de la belleza que espero encontrarme, grabada en algún otro soporte que no sean nuestras retinas. ¡Y menos mal que allí no llueve! Parece una perogrullada pero, ¿a qué nunca lo habíais pensado? ¡Y por fortuna allí es verano! Una ironía que se traduce en 20 horas de luz al día; circunstancia que, sin duda, facilitará nuestro ‘photodependiente’ trabajo.

Bueno, voy terminando porque seguro que tendréis cosas que hacer. Yo no. Ya lo he hecho todo por hoy. Mañana veré el mundo desde arriba durante todo el día y pasado os seguiré informando. Hasta pronto,

Lucía

Más Noticias